21.9.16

Capitán de milicianos

Roberto Vega González, cadete casi niño del Heroico Colegio Militar de México
(Foto tomada de su libro Cadetes mexicanos en la Guerra de España,
Colección Málaga, México, 1977)
Estábamos en la redacción de Revista de revistas, la publicación decana de Excélsior, que fue mi casa durante muchísimos años, diseñando una larga, larguísima serie sobre la Guerra Civil Española con motivo de los 50 años del alzamiento fascista. La revista la dirigía Enrique Loubet Jr., refugiado él mismo de esa guerra y en su oficina lanzábamos ideas con él Héctor Chavarría, Eduardo Camacho y yo, que formábamos el cuerpo de redacción, para determinar qué cosas queríamos contar de aquel conflicto, casi tan relevante para México como para España. O, más bien, buscábamos cómo ordenar y presentar eso que queríamos contar y que era todo: la historia militar, los relatos de la gente pequeña, la política internacional, la historia de España, los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, la administración del presidente Lázaro Cárdenas... todo.

Le ofrecí a Enrique que uno de mis artículos fuera sobre uno de los libros que había leído sobre el tema y que vinculaba a México con el conflicto (no son muchos, por desgracia NOTA 1): Cadetes mexicanos en la Guerra de España, memoria de Roberto Vega González, uno de nueve cadetes que habían desertado del Heroico Colegio Militar para ir a pelear al otro lado del mar, simplemente porque el fascismo había invadido a España y había que combatirlo. Mi bronco director ya me había dicho que sí cuando pensé que quizás el autor seguía por allí, 32 años después de escribir su libro y apenas 9 después de publicarlo. Salí del despacho de Loubet y me fui a la entrada, donde nuestra recepcionista, Rosario, guardaba los voluminosos directorios telefónicos de la Ciudad de México (no, aún no había Internet). Busqué a Roberto Vega González y, efectivamente, había uno. Llamé y me respondió un amable personaje que confirmó a mis preguntas que sí, él era Roberto Vega González y sí, había sido capitán de la milicia republicana y sí, por supuesto me concedía una entrevista sin ninguna condición.

Roberto Vega regenteaba un pequeño restaurante en un local que era parte de su propia casa. Era un hombre sin pretensión alguna, ni de gloria ni de hazañas. Tenía sus recuerdos, su orgullo, hallaba la forma de no convertir su paso por las mazmorras de Franco en un relato dramático.

Resumo su historia. Nació en Doscaminos, estado mexicano de Guerrero, el 19 de agosto de 1919, y a los 15 años se hizo aspirante a cadete del ejército mexicano, entrando después al Heroico Colegio Militar. El 22 de julio de 1937, según cuenta, él y otros cadetes decidieron que, como en España estaba en peligro la libertad, su misión era ir a defenderla y combatir al fascismo. Con un idealismo digno de tan exigente causa, se organizó con otros ocho compañeros para abandonar clandestinamente el colegio militar y marchar a España. Considerados desertores del ejército mexicano, detenidos y expulsados deshonrosamente, tres de ellos lograrían llegar a España vía Nueva York, El Havre y París con ayuda de sindicalistas mexicanos y republicanos españoles. Entraron a España por Port Bou y fueron asignados a distintas divisiones. Roberto iría al 20 cuerpo del ejército, 66 división, brigada 212. Por sus estudios militares, pronto fue nombrado capitán de la 3ª compañía. Los otros dos cadetes fueron José Conti Varce, que fue destinado al 9º cuerpo del ejército y murió en combate, y Roberto Tinoco Mercado al 23º.

Aquí vale una anotación: muchos mexicanos, quizá la mayoría de los que combatieron en la guerra, no fueron parte de las Brigadas Internacionales. Esto es fuente de confusión todavía para muchos en España y México. Excepciones fueron el Cuerpo de Voluntarios "Benito Juárez García", que se integró en la XV Brigada al igual que Juan Miguel de Mora, y gente como Néstor Sánchez, que combatió en el Batallón Rakosi formado esencialmente por húngaros. Los mexicanos, como ciudadanos de uno de los pocos países que rechazó la neutralidad que libraba a la República a su suerte y que, además, hablaban español, se enrolaron como milicianos en el ejército republicano. Entre 330 y 400 combatieron por la república. Regresaron sólo 60, la mayoría anónimos como Vega González, aunque otros tendrían carreras políticas y literarias como De Mora y Sánchez.

Algunos presos del campo de concentración de Valdenoceda en 1942.
Vega, con sólo 18 años, cayó preso en combate en el frente de Teruel y pasaría mil días en las cárceles de Franco, condenado a muerte, recorriendo, entre otras prisiones, los campos de concentración de Valdenoceda y Miranda de Ebro, en Burgos, y de Belchite, en Zaragoza, sufriendo todos los horrores de las cárceles de Franco: la tortura, el hambre, las enfermedades, la humillación, las golpizas y el asesinato continuo de sus compañeros. Gracias a la presión internacional, encabezada por sindicatos socialistas y comunistas, con participación especial de Estados Unidos (que contaban también a ciudadanos suyos entre los presos franquistas), y de los gobiernos de Cuba y de otros países, el joven cadete finalmente fue liberado en 1941.

Su libro termina cuando, libre y de vuelta a México, el presidente Maximino Ávila Camacho le ofrece reintegrarse al ejército mexicano como Capitán Primero, pero él lo rechaza por la promesa hecha a su madre de que ella no lo volvería a ver como soldado.

En la entrevista que tuvimos, el capitán me contó cómo su madre murió en 1942 y él, sintiéndose liberado de la promesa hecha a su madre, se enroló como voluntario en el ejército de los Estados Unidos para... combatir fascistas. Y combatirlos en igualdad de condiciones.

Me contaba cómo, en el campo de batalla español, veía a los "chatos" de la exigua fuerza aérea republicana tratar de enfrentarse a los aviones de la Legión Cóndor alemana enviada por Mussolini para apoyar al fascismo franquista; cómo alguna vez les dieron munición de distinto calibre del de sus armas y luego se dedicaban a intercambiar munición y armas con otros para que coincidieran y pudieran combatir. Roberto Vega González quería ver, me contaba, cómo respondían los fascistas cuando enfrentaban a un enemigo bien pertrechado y armado, no en las condiciones precarias que habían condenado a la República Española. Quería derrotarlos.

Uno de los "chatos" de la Fuerza Aérea de la República Española, un Polikarpov I-16.
(Foto CC de José A. Montes, vía Wikimedia Commons)
Quiso ir a combatir a Europa después de la invasión a Normandía, pero sus superiores se lo denegaron. Finalmente, en 1945 fue embarcado hacia el Pacífico Sur, donde llegó a participar como fuerza de ocupación de Japón. Como resultado tenía un certificado que me mostraba con orgullo. Su otro gran recuerdo, que colgaba enmarcado en la pared de su casa, era el bordado que le había hecho alguna chica española, con las banderas tricolores, la republicana y la española, anudadas en un extremo.

De su historia posterior no recuerdo si hablamos, mi entrevista con él está en las hemerotecas mexicanas, pero no tengo un ejemplar de la revista a mano, quizá hay algo allí sobre sus años después del ejército estadounidense. Como fuera, volvió a México, quizá después de la guerra de Corea, se casó y se dedicó a su familia.

Una vez, me contaba el capitán, su hija lo llevó a España, a conocer el país más que a revivir experiencias. Y yo, periodista profesional del asombro, preguntaba si no lo habían homenajeado, si no le habían al menos dado una palmada en la espalda y un puro, una copa de brandy y una sonrisa, ya no digamos un desfile como se hacía con otros combatientes, sin duda más hábiles en los menesteres del autobombo y la profesionalización del pasado.

Nada.

Había cruzado por España como un turista anónimo que ni esperaba ni recibía más atención o miradas que las que se le destinan a cualquier señor mayor, mexicano, que ve con asombro el Alcázar de Sevilla, la Puerta de Alcalá o las Ramblas de Barcelona, sin saber que esa figura poco impresionante había estado dispuesta a darlo todo por esta tierra, por su gente, dejándolo todo atrás y cruzando el mar por un sentido de la decencia que hoy es casi inimaginable... excepciones las hay.

Me escribió un entrañable autógrafo en su libro. No sé qué fue de él. Tendría hoy 97 años.

"Para mi querido amigo y compañero, el Periodista Mauricio-José Schwarz,
con todo el afecto del Capitán Roberto Vega González.
México, D.F., 7 de julio de 1986"
España y los presuntos criptorrepublicanos (con triste frecuencia regresivos que instrumentalizan la república, romanticizan la guerra, simplifican los hechos históricos y al final lo distorsionan todo para sus propios objetivos políticos, que por legítimos que sean quedan contaminados por esta falta de rigor) jamás se acordaron del cadete Vega González, ni de muchos otros anónimos, voluntarios, obreros, oficinistas, gente de la calle que siguió sus ideales y luego volvió a sus vidas o quedó sembrada en los campos de batalla.

Los medios y los vivos sí se han desvivido por los famosos, por José Alfaro Siqueiros (de cuyas andanzas como presunto asesino de Trotsky ya conté algo, y en cuyo comando fallido participó el propio Néstor Sánchez), o de los que ni siquiera participaron en la guerra, pero asistieron en 1937 al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Valencia, donde tuvieron su única experiencia de guerra cuando la ciudad fue bombardeada la noche del 4 de julio al iniciarse el congreso, fueron luego a Madrid el 5, 6, 7 y 8, en Barcelona el 11 y en París el 16 y 17 de julio. Entre ellos los mexicanos Carlos Pellicer, José Mancisidor, Octavio Paz (luego traidor a la izquierda y neocon profesional adorado por el poder), Juan de la Cabada, Silvestre Revueltas o Elena Garro), todos los cuales escribieron sobre la guerra civil que vieron de lejos.

Anoto necesariamente la pequeña injusticia. La común, frecuente, casi imposible de evitar pequeña injusticia que la izquierda suele cometer con los propios. La injusticia hija de ese delirio inexplicable –inexplicable en la izquierda, se entiende– que exige que las masas sean anónimas, tumultos de "nadies", de proletarios genéricos, de pueblo indistinto con rostros nebulosos, escenografía heroica, mientras se exalta con nombre y rostro a líderes, poetas, novelistas, cortesanos, politólogos, comandantes y entusiastas candidatos al busto, a la estatua, a la medalla, a la velada de homenaje con abundantes discursos.

Es, tristemente, una parte de la izquierda que debería ocuparse de los que forman el grueso de la sociedad a la que debe servir, de la que debe ser herramienta y expresión, pero a la que con frecuencia deja de ver porque entre ella y sus ojos se interpone el espejo de Rojanieves, donde se refocila en las líneas de su sólido perfil ideológico, en su límpida mirada proletaria, en su amplia frente intelectual, su quijada decididamente heroica y su solicitud firmada y sellada de ingreso en la posteridad para exaltación de las masas agradecidas. Ese espejo mágico al que le pregunta de cuando en cuando: "¿Quién es el más preclaro exponente de la voluntad de las masas?" para que el predecible espejo diga: "Tú, mi rey, mi secretario general, mi comandante, mi amado líder".

Mi capitán y su libro son apuntes menores en la enorme tragedia de la guerra y en las pequeñas tragedias que hoy son sus secuelas, desde la negativa de los hijos del fascismo para que se recuperen los cuerpos de quienes masacraron durante 39 años, pero mantienen plazas y calles con los nombres de los victimarios, hasta la miseria despreciable de quienes se llenan la boca de la palabra "República" sin saber qué significa exactamente, pero puede dar votos, aplausos, la columna en el diario "independiente"... "y un lugarcito a salvo en París", como canta Jaime López en "Los señoritos". O sea, también, apuntes menores en la tragedia crónica de cierta izquierda.

Mi capitán y su libro fueron, curioso o revelador, al menos reseñable, una espina más perdurable en el costado del fascismo que en la memoria de quienes lo combaten.

Josep Lluís Monreal, fundador del grupo editorial Océano, recuerda que alguna vez recibió la visita de agentes de la Brigada Social por denuncias de que distribuía libros prohibidos por la sanguinaria dictadura. Logró deshacerse de todos los que sabía que estaban prohibidos, pero los sabuesos del fascismo encontraron un ejemplar importado de Cadetes mexicanos en la guerra de España. Poco conocido en México entonces y ahora, no lo era para el régimen al que se le había ido vivo su autor: el libro estaba en la lista de volúmenes prohibidos, lo cual le representó al editor una exorbitante multa de 50.000 pesetas, que tras mucho lidiar consiguió reducir a 500.

He dicho en el pasado que me inquieta mucho haber conocido en persona a individuos que presunta o comprobadamente le han quitado la vida a otros, como he contado que mi admiración por un Pancho Villa, un Guadalupe Victoria o un José María Morelos se ve siempre empañada por su actividad militar, sobre todo cuando fueron, que lo fueron, responsables de dictar sentencias de muerte en frío, cuando fueron brutales. Que la brutalidad se pueda explicar no la excusa.

Mi pacifismo, empero, no es radical. Creo en la legítima defensa contra la agresión, en lo social y en lo personal, pero en la agresión real. No creo que la respuesta a una palabra ofensiva pueda ser la venganza sórdida, que es como se aplica la censura en estos tiempos posmodernos y populistas, pero sí creo que a veces, sin reglas generales, en análisis casuísticos y que abarquen toda la complejidad de cada asunto, la violencia es inevitable y casi una responsabilidad.

Por eso, y también lo he dicho, así como rechazo a los que disparan o golpean con un piolet por la espalda o asesinan a un hombre dormido (como los cómplices de Siqueiros asesinaron a Robert Sheldon Harte), sí he estrechado con alegría la mano de algún miembro de la resistencia francesa, de un experto en explosivos de la resistencia holandesa que me albergó en 1992 cuando asistí a una reunión de la Unión Ética y Humanista Internacional en Amsterdam, de un viejo, muy viejo, combatiente de la revolución mexicana (Don Taurino, recuerdo el nombre, en Pilcaya, pueblo de Guerrero), de varios soldados que combatieron a los nazis... y de Roberto Vega González, capitán de milicianos.

Romance del mexicano condenado a muerte
José Viró Domenech, 1939
(Viró Domenech quizás escribía ya desde México, a donde llegó como otros muchos refugiados republicanos en el buque Sinaía, el 13 de junio de 1939 Nota 2.)

Roberto Vega González,
rayo del sol mexicano,
por darle calor a España,
a muerte te condenaron.
...................................

Cárcel de Valdenoceda,
en el Burgos pretoriano,
bajo cerrojos te tienen
atado de pies y manos.
Sobre las húmedas losas
del pavimento enlodado,
entre sombras retorcidas
y hedores de camposanto,
gime tu cuerpo mordido
por los chacales de Franco.
................................

Tu vida no han de segar
sirvientes de extraños amos,
porque un clamor de justicia,
como imponente taladro,
perforará las conciencias
surcando doquier los ámbitos.
Y se encresparán los mares,
y se abrirán los espacios,
y se agitarán inmensos
racimos de tensos brazos
arrancándote, violentos,
del encierro malhadado
hacia las libres regiones
de tu suelo mexicano

Roberto Vega González,
Capitán de milicianos,
yergue orgulloso la frente,
ten ciega fe en tus hermanos:
tu vida no han de segar
sirvientes de extraños amos...
¡porque no nace el halcón
para ser encadenado!
___________________________________________

Nota 1
Los otros libros que conozco son Una mexicana en la guerra de España, de Carlota O'Neill, 1964, y Un mexicano en la Guerra civil española, de Néstor Sánchez, 1997 (ciertamente, la originalidad de los títulos clama al cielo, pero es lo que hay). Tocan el tema tangencialmente David Alfaro Siqueiros en su ampulosa autobiografía Me llamaban el coronelazo y Juan Miguel de Mora en sus novelas Cota 666, 2003, y Sólo queda el silencio, 2005. Asombra que un acontecimiento tan relevante para México, que recibió a miles y miles de refugiados que hicieron aportaciones que aún hoy siguen, tenga tan poca atención ensayística. Me imagino varios por qués.

Nota 2
El poema completo aparece en el libro de Roberto Vega González, y encontré el paradero de José Viró Domenech en la lista de pasajeros del Sinaia que mantiene la Fundación Pablo Iglesias del Partido Socialista Obrero Español, junto con las de los otros buques que llevaron a México a refugiados republicanos que de otra manera tenían como destino los paredones de la dictadura.

19.9.16

De Vietnam a Siria

Bote de refugiados vietnamitas rescatado en alta mar en 1984.
(Foto CC de Phil Eggman/Departamento de Defensa de los EE.UU.,
vía Wikimedia Commons)
Entre 1975 y 1995, dos millones de refugiados huyeron de Vietnam, del régimen político, del hambre, de la ruina, de los conflictos continuados después del fin de su larga guerra contra los Estados Unidos (la guerra con Camboya y la guerra contra China), de los castigos terribles a los que muchos fueron sometidos por el delito de vivir en Vietnam del Sur, de ser "títeres" de los Estados Unidos. Muchos de ellos se lanzaron con sus familias al mar, jugándose la vida de todos en frágiles botes... entre 200.000 y 400.000 refugiados murieron en el mar, de hambre, de sed, ahogados, atacados por piratas.

Cuando su número fue demasiado alto, fueron rechazados, encerrados en campos de detención, se negoció con Vietnam para que impidiera su salida, muchos fueron repatriados para enfrentar destinos de los que no sabemos nada.

Había traficantes vietnamitas que les conseguían los botes y organizaban su salida al mar a cambio de, se dice, unos 3 mil dólares estadounidenses por persona. El Mar de Sur de China se cuajó de cadáveres como hoy el Mediterráneo, pero en números inimaginables.

Cuando leo a algunos que afirman que el desastre sin paliativos de los refugiados sirios es un hecho "sin precedentes", cuando dicen que "es lo más terrible que ha pasado nunca" y creen que con esta tragedia se ha inaugurado una nueva era de barbarie, pienso en la "gente de los botes". Como ellos ha habido otros muchos en el pasado... refugiados que otros depredan, que dejan la vida buscando salvarla o evitarle a sus familias horrores terribles. Pero no pretendo comparar –sería una infamia– el dolor de unos y de otros, sino subrayar la ignorancia histórica profunda, el simplismo triste y la fácil toma de posición moralmente superior de quienes resuelven el mundo que les rodea en blanco y negro. La vida dura no se inventó para amargar a los que hoy la descubren, por desgracia.

Recuerdo entonces mi tenue, extraña pero aleccionadora relación con la guerra de Vietnam y sus consecuencias. (No contaré la historia de esa guerra, es fácil encontrar un resumen.)

Bomba de napalm estallando contra estructuras del Viet Cong
al sur de Saigón, en 1965. (Foto © Departamento de Defensa de los
EE.UU., vía Wikimedia Commons.)

La guerra de Vietnam fue para mí una lección sobre cómo revisar lo que me parecían verdades absolutas en política.

Cuando yo tenía 17 años, los jóvenes de mi generación nos oponíamos ferozmente a la guerra de Vietnam. Estábamos lo bastante informados como para saber que chicos estadounidenses de nuestra edad y poco más estaban en combate allá (el estadounidense más joven muerto en combate tenía 15 años). Y otros chicos de nuestra edad estaban protestando para detener la guerra y además tratando de evitar que los mandaran a la guerra como conscriptos, debido al servicio militar obligatorio que por entonces regía en los Estados Unidos. Algunos huían a Canadá, otros enfrentaban penas de cárcel por negarse a entrar al ejército, arriesgándose a tremendos maltratos por otros presos, delincuentes pero patriotas.

(Años después, en la ciudad de Querétaro, conocí a un combatiente estadounidense, uno de los primeros veteranos que volvieron a Estados Unidos a principios de los 60 y que organizaron la red de gente y recursos que llevó de modo clandestino a miles y miles a Canadá para escapar de la conscripción. Llamaban a su red de activistas "Second Underground Railroad" (Segundo ferrocarril subterráneo) en memoria del "Underground Railroad" organizada principalmente por los quakeros estadounidenses para llevar esclavos del Sur de los Estados Unidos a estados del norte donde serían libres. En 2015 pude hablar, en Canadá, con algunos de los que habían huído así de la conscripción.)

Monumento conmemorativo a algunas de las víctimas de la matanza de
My Lai (Foto CC Photo by Adam Jones adamjones.freeservers.com)
Ya habían ocurrido algunas de las atrocidades más conocidas de la guerra, como la matanza de My Lai, donde una compañía estadounidense mató a más de 500 civiles de todas las edades el 16 de marzo de 1968. Y nuestra especulación era que esas atrocidades eran la regla más que la excepción, por supuesto, a lo largo de toda la guerra. Y, como consecuencia, los soldados que volvían a Estados Unidos después de servir de 12 a 15 meses en Vietnam eran asesinos de niños, bestias embrutecidas imposibles de salvar de su infierno moral y de conciencia.

Otras atrocidades incluyeron el uso del agente incendiario napalm (gasolina gelatinizada que al arder se aferra al objeto en el que ha caído) que afectó con frecuencia a la población civil y del "agente naranja", una sustancia defoliante que se rociaba en la jungla vietnamita para impedir que ésta funcionara como refugio para los guerrilleros Viet Cong... y que resultó que además era terriblemente tóxica para el ser humano, ocasionando graves daños a la salud tanto de quienes estaban siendo rociados como de los estadounidenses que manipulaban y rociaban la sustancia, además de deformidades congénitas en los hijos de madres expuestas a ella.

Por supuesto, la única motivación que veíamos de Estados Unidos para su intervención en Vietnam desde 1955 hasta su derrota en 1975 era la codicia brutal por las materias primas de Vietnam, su riqueza, que se pretendía depredar manteniendo a Vietnam en una situación similar a la del colonialismo francés que había sido derrotado en una larga guerra de independencia de 1945 a 1954.

Era todo clarísimo, quiénes eran los buenos, quiénes eran los malos y de qué lado estábamos nosotros, claro.

Algunos años después de la derrota estadounidense, quizá en el 82-83, conocí a Don, un veterano estadounidense que vivía en San Miguel Allende, México, y tenía relaciones con el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Nos hicimos amigos. Había tratado de evitar la conscripción mediante lo que se conocía como "aplazamientos por estudios" y, cuando vio que no podía obtener más aplazamientos, se aplicó a estudiar vietnamita, de modo que cuando el ejército finalmente lo enroló, lo asignó a trabajos de inteligencia por su conocimiento del idioma en lugar de mandarlo al frente. Eso no impidió que le tocara salvar el pellejo en alguna batalla.

Don estaba (o está, hasta donde puedo averiguar en Google sigue allí, trabajando en arqueología y defensa del medio ambiente, y por ello me reservo su apellido), como todos los veteranos, un poco loco. Amaba las armas, jugaba con fuego y era un amigo a toda prueba. Y me contaba cómo los soldados estadounidenses tenían miedo de todos los civiles vietnamitas porque no sabían cuál de ellos podía ser un combatiente del Vietcong, cuál podía matarlos o conducirlos a una trampa. Y me contaba que entre los conscriptos estadounidenses, en lugar de ser todos bestias sedientas de sangre, había chiquillos asustados que sólo querían volver vivos a casa, y que, sí, claro, podían hacer cosas horribles por el miedo y la incertidumbre.

Era mi amigo. Hacíamos trabajos juntos. Conocía a su familia y a otros veteranos que estaban bastante más trastornados. Y no eran monstruos, no. El primer ladrillo del muro perfecto caía. ¿Era posible que algunas atrocidades fueran explicables (si bien no justificables)? ¿Era posible que algunas fueran errores? ¿Era posible comprender las acciones de algunos sin por ello omitir su grave responsabilidad? ¿Que algunos no actuaran con la malevolencia que, presumida desde la comodidad, nos daba a nosotros el terreno moral ventajoso?

El cementerio de Mezarje Stadion, en Sarajevo, fotografiado en 2005.
(Foto CC de BiHVolim, vía Wikimedia Commons.
(Años después conocería también a Corinne Dufka, que había cubierto la brutal guerra de Bosnia como fotoperiodista, llegando a ser herida por una mina que estalló debajo del vehículo en el que viajaba. Me contó historias de horror diversas, pero –digámoslo así– esperables. Me relató también una anécdota en la que pienso con frecuencia cuando se producen casos similares. Los periodistas recibieron informes de que las fuerzas serbias, dirigidas por el hoy convicto criminal de guerra Radovan Karadžić, bombardeaban un hospital bosnio, si mal no recuerdo en la propia ciudad de Sarajevo. Los periodistas fueron al hospital y descubrieron que, desde detrás del edificio, las fuerzas bosnias tenían un puesto de lanzamiento de rockets contra los serbios que estaban al otro lado. De pronto, el bombardeo del hospital tenía una explicación (que no una justificación, cuidado aquí): los serbios estaban tratando de inutilizar un puesto de artillería enemigo. Tanto unos como otros estaban actuando inmoralmente, usando al hospital como peón de guerra.)

Por entonces uno se hacía consciente además de los alcances la Guerra Fría, que hoy es la gran guerra olvidada, pero que dominó nuestras vidas desde que tuvimos conciencia hasta 1990. Estábamos conscientes de que todos los días podían ser el último, que un enfrentamiento, un incidente, una locura, podía desatar sin previo aviso el holocausto nuclear, con la URSS y los EE.UU. lanzándose un arsenal de locura que podía destruir completamente la vida en la tierra. Menos claro nos era que los enfrentamientos que vivíamos, que formaban nuestra opinión y posiciones, las guerras, las revoluciones, los levantamientos populares eran las más de las veces "guerrras por procuración" o interpósita persona entre la URSS y los EE.UU., a veces provocándolos directamente, a veces aprovechando los acontecimientos en otros países.

Un helicóptero UH-1D rocía el herbicida "agente naranja" en la zona del
delta del Mekong, Vietnam, 1969. (Foto © Departamento de Defensa de los
EE.UU., vía Wikimedia Commons.)
Vietnam también era eso, lo aprendimos mucho después. La guerra era realmente entre las superpotencias y sus intereses. Los vietnamitas, sin duda honestamente, sin opción, actuaban sin embargo como peones de ambas, del lado que más les convenía o del que les había tocado geográficamente encontrarse al terminar la guerra de independencia contra Francia.

Sí, claro que, además de contrarrestar la influencia política de soviéticos y chinos, los Estados Unidos deseaban el control de las materias primas en las que Vietnam era rico y que tenían mucho más valor apenas superada la mitad del siglo XX. De eso no hay duda. Pero quienes estaban financiando al otro lado no buscaban noblemente la independencia y autodeterminación de la gente de Vietnam para que fueran felices y prósperos, sino... sus materias primas y su riqueza, así como su influencia política. Al término de la guerra en 1975, la URSS se convirtió en el principal socio comercial de Vietnam y a cambio obtuvo además concesiones no directamente materiales como, por ejemplo, la invasión de Camboya por parte de Vietnam en 1978, seguida por una ocupación militar de 11 años.

Además, los vietnamitas que huían, esos refugiados aterrados y con el sueño de una vida mejor o al menos de salvar el pellejo, como todos los refugiados, llevaban a cuestas una sospecha que permitió que la izquierda regresiva o reaccionaria de aquél entonces los ignorara y hoy los tenga olvidados: huían de un país donde el comunismo chino había triunfado. Esto hacía fácil acusarlos, de modo inmediato y sin juicio por medio, de ser proestadounidenses, probables criminales de guerra, enemigos de su pueblo, capitalistas, adversarios de la utopía hermosa y fraterna en la que se creía que se había convertido Vietnam al terminar la guerra. Esos dos millones, los que murieron y fueron tragados por el mar, y los que sobrevivieron y se extendieron por el mundo, lo hicieron sin que esa izquierda (que no es toda la izquierda, insistamos desde la izquierda) se inmutara, salvo para escupir de cuando en cuando a algún tendero vietnamita asumiéndolo injustamente como cómplice de la masacre que asoló a su país durante décadas de horror.

Después de un análisis con datos abundantes, el panorama era muy distinto aunque seguía siendo esencialmente correcto... Sí, el involucramiento de Estados Unidos en Vietnam era inmoral, pero también el de quienes financiaban a los que combatían a Estados Unidos. Sí, se cometieron atrocidades, pero no en todos los casos por maldad, crueldad o inhumanidad. Había que aceptar que los oficiales, al igual que los dirigentes políticos y militares de los Estados Unidos no eran monstruos, sino seres humanos que creían que hacían lo correcto (aunque obviamente no fuera así). Sí, había locos peligrosos en el ejército invasor, pero eran la minoría. Sí, el uso del napalm y del agente naranja fueron crímenes de guerra que violentaban toda legalidad internacional, pero sus efectos secundarios fueron totalmente inesperados, simplemente eran desconocidos mientras se usaban. Pero sí, también, el trato de los vietnamitas a los presos de guerra estadounidenses fue brutal, inhumano y violentaba la legalidad internacional y ello debía admitirse aunque no deslegitimara la lucha vietnamita contra la invasión.

Había que matizar, matizar enormemente, entender complejidades de relaciones de poder internacionales, de la lucha por la hegemonía a nivel planetario de dos superpotencias que se amenazaban directamente con suficiente capacidad en bombas termonucleares como para acabar con la vida en la tierra, pero que precisamente por eso optaban por enfrentarse mediante terceros... y optaron por hacerlo en el Tercer Mundo. Desde las guerras de Corea y Vietnam hasta las revoluciones africanas y latinoamericanas, los conflictos entre 1945 y 1990 no fueron sino las zonas calientes de la Guerra Fría. Los buenos no lo eran tanto y los malos tampoco.

Hay una serie de hechos históricos que se prestan fácilmente a la visión maniquea que se está convirtiendo en el gran enemigo del pensamiento y que, sin embargo, exigen de cualquier persona con un mínimo de decencia intelectual y moral ser analizados en toda su complejidad y con todos sus datos, aunque desafíen nuestra comodidad. Es urgente que todos aprendamos a desconfiar de las respuestas sencillas y cómodas, de los formularios ideológicos y de los sellos de garantía otorgados por quien mejor haría callando.

Tomar partido no debería ser inaugurar complicidades, y no justifica la ceguera al contexto, ni en Vietnam, ni en Siria, ni en ningún otro caso.

4.9.16

Prefiero a Sylvia: entre Trotsky y Mercader


El martes iré a ver El elegido sin mucha información sobre la película, con interés y con mucho temor.

Porque algo conozco del tema real, y eso es peligrosísimo cuando se trata de una obra de ficción basada en la realidad.

El caso del asesinato de León Trotsky (el 20 de agosto de 1940) ha sido una de mis pasiones históricas desde adolescente, cuando cayó en mis manos Así asesinaron a Trotsky, libro escrito por el General Leandro Sánchez Salazar, jefe de la policía secreta mexicana en el momento del crimen y responsable de la investigación.

Entiéndase que para México, el asesinato fue una afrenta internacional: no había podido garantizar la vida de un hombre perseguido de país en país por la furia asesina de un enemigo de dimensiones aterradoras. Había ofrecido refugio... y el refugio había sido una trampa. La conmoción fue tal que, en cierto modo, aún está vigente.

Trotsky, así, es parte de la cultura mexicana (el trotskismo no, aunque los frenéticos que se creen legatarios de la Cuarta Internacional son tan pesados, bestias, mesiánicos y manipuladores allá como en el resto del mundo, cosa que he confirmado por haberlos conocido y sufrido, y luego hablando con otros que los han padecido igual en Londres que en la Sorbona, en la Complutense, en Buenos Aires o en Vancouver).

Es relevante contar que, tres meses antes del asesinato, se había producido otro atentado contra Trotsky, torpe y casi de comedia bufa, a cargo del muralista David Alfaro Siqueiros y un comando en el que participaron entre 12 y 20 hombres, entre ellos, Luis y Leopoldo Arenal, cuñados del pintor. Quien les franqueó la entrada en la casa-fortaleza en la que se había instalado Trotsky en el Sur de la Ciudad de México fue uno de los guardaespaldas de Trotsky, el estadounidense Robert Sheldon Harte, quien después de la caída de la URSS se confirmaría que era un infiltrado de la NKVD (luego KGB, la policía política soviética) para ayudar a un eventual atentado.

Sheldon se dio a la fuga junto con los atacantes después de su sonado fracaso, cuando, después de hacer más de 400 disparos de metralleta y lanzar varios explosivos al interior de la casa, no rasguñaron siquiera a León Trotsky ni a su esposa Natalia Sedova. Algunos de los atacantes huyeron a una casa que tenía Siqueiros cerca de Cuernavaca, donde Sheldon sería asesinado unos días después, mientras dormía, con dos tiros en la cabeza. El asesino fue, al parecer, uno de los hermanos Arenal (las sospechas recaen principalmente sobre Luis, pintor como su cuñado), aunque la verdad difícilmente se sabrá.

El asesinato del cómplice, ordenado por la propia NKVD al sospechar que los había traicionado, le quitaba los tintes de comedia al ataque, por supuesto. Lo convertía en tragedia ideológica, que son las tragedias de más baja categoría.

No sabía yo, al leer a Sánchez Salazar, que pronto me cruzaría con los Arenal. Leopoldo, huido a Estados Unidos, volvería a México finalmente con su mujer, que sería mi profesora de literatura inglesa en el bachillerato, mientras que su hijo sería mi compañero de aula. A Luis, por su parte, lo vi varias veces en casa de un estalinista inamovible que con frecuencia se negaba a recibirlo y a mí, visitante en la casa por motivos personales y literarios, que no políticos, me tocó recibirle algunas veces e informarle que su visitado "no se encontraba en casa", mientras éste se ocultaba no sé si con furia, temor, desprecio o todo junto.

Los viejos (cuando yo era joven) estalinistas mexicanos con frecuencia daban la impresión de haber participado de una u otra forma en ese atentado. Y nunca querían hablar del tema, lo cual fortalecía la hipótesis. Las entradas de Wikipedia de Luis Arenal en inglés y en español, por cierto, no mencionan ni el atentado ni a Robert Sheldon, sólo que de 1940 a 1943 "viajó por América del Sur". Como Siqueiros que, finalmente detenido en octubre de 1940, consiguió la libertad bajo fianza en 1941 y huyó a Chile con ayuda de Pablo Neruda, al que el asunto le costó el consulado en México, por cierto.

Con ese roce inesperado con la historia del heredero de Lenin, seguí leyendo y preguntando y conociendo.

Así leí el libro de Julián Gorkin Cómo asesinó Stalin a Trotsky. Bien informado lo estaba el autor, ya que "Julián Gorkin" era, en realidad, Julián Gómez García-Ribera, líder del POUM durante la guerra civil española, refugiado en México, antiestalinista y que sería asesor de Leandro Sánchez Salazar durante aquella investigación de asesinato cuyo único misterio no fue revelado con certeza sino hasta mucho después: quién era el autor material del asesinato (pues Jaime Ramón mantendría siempre la versión oficial de que él era un simple trotskista belga desencantado llamado Jacques Mornard o Frank Jacson, sin cambiar su historia ni en los 20 años que estuvo en la cárcel ni en los 18 adicionales que vivió en libertad).

Todo mundo sabía que el autor intelectual era Stalin, claro. Desde 1929 quería la vida de su oponente político como se había cobrado las de otros miles y millones de personas que le resultaban molestas o meramente antipáticas. Pero había que confirmarlo. Las sospechas aumentaron cuando la URSS nombró a Mercader "Héroe de la Unión Soviética" un año después de su liberación.

Nunca pudo volver, como quería, a Barcelona. El propio Santiago Carrillo se lo negó, poniéndole como condición para darle permiso que escribiera una confesión desenmascarando a Stalin. Pero Mercader fue fiel hasta su muerte, que ocurrió en Cuba en 1978. Sus restos fueron llevados al cementerio Kuntsevo de Moscú, donde se le homenajeó enterrándolo como, hágame usted el favor, "LÓPEZ Ramón Ivanovich" (la lápida dice ahora, abajo, en letras latinas agregadas posteriormente, "Ramón Mercader del Río").

La tumba de Mercader y, como muestra la lápida inferior, de su hermano Luis.

Hay secretos que algunos siguen guardando por lealtades incomprensibles. Y más que incomprensibles, poco admirables. Que es lo peor.

El misterio, por cierto, quedó aclarado, o confirmado, en 1994, con la autobiografía de Pavel Sudoplatov, teniente general de la inteligencia soviética, quien confesó que en 1939 Stalin le había encargado el asesinato en México, para el cual preparó los dos atentados.



Arriba, Eduardo "El Güero" Téllez Vargas con Trotsky. Abajo,
el 5 de octubre de 1940 entrevista a David Alfaro Siqueiros,
detenido por el atentado de mayo.
Conocí la historia del admirable Eduardo Téllez Vargas, "El Güero Téllez", periodista de nota roja ("de sucesos", en España). Había entrevistado alguna vez al propio Trotsky y, al enterarse del atentado y de que el líder había sido trasladado al hospital de la Cruz Verde, utilizó sus contactos y habilidad para conseguir colarse, disfrazado de enfermero, al quirófano mismo donde se intervino al líder soviético.

Téllez sugeriría, como otros, que la intervención hizo más daño que bien al paciente. Su nota, publicada al día siguiente, fue un escándalo para la policía. Dos meses después también entrevistaría a Siqueiros.


Conocí la historia del Dr. Alfonso Quiroz Cuarón, revolucionario criminólogo proponente de la rehabilitación del delincuente, que entrevistó largamente a "Jacques Mornard" o "Frank Jacson" y que descubrió que éste sabía ruso al mostrarle un mensaje en ese idioma diciendo que sus camaradas habían hablado y ya sabían quién lo había enviado a México.

Fue Quiroz Cuarón quien logró, en 1950, identificar con certeza al asesino como Jaime Ramón Mercader del Río, comunista catalán, hijo de Caridad del Río Mercader, "La Pasionaria Catalana", comparando en Barcelona las huellas digitales del preso mexicano con las de un joven militante del PSUC que había sido detenido y fichado en 1935. Pese a lo cual, por cierto, el criminólogo desarrolló una buena amistad con Mercader.

El piolet que alguien robó en 1940, y que otro me contó que robó después y que nadie sabe si apareció o no... un misterio menor en el mar de interrogantes que aún quedan a 76 años del asesinato de Trotsky. Atrás, junto al policía, "El Güero" Téllez.
Fui compañero de revista del periodista José Ramón Garmabella y compartí con él tardes de cantina y relatos que, decía, no pudo o no quiso o no convenía incluir en sus varios libros sobre Trotsky, incluida alguna historia que imagino exagerada, como la del robo del piolet con el que Mercader asesinó a Trotsky... sobre todo porque sería posterior al robo –real– del piolet que se produjo el mismo año de 1940 de entre las pruebas de la policía.

No sé cuál de los dos piolets reapareció supuestamente en 2005 en manos de una mujer que pretendía venderlo. Conocí también la casa-museo de León Trotsky, dirigida hasta hoy por su nieto, Esteban Volkov Bronstein, el mismo que no quiso comprar el piolet reaparecido ni someterlo a pruebas de ADN para determinar si tenía restos de su ilustre abuelo. Allí se conserva casi intocado el estudio de Trotsky tal como estaba en el momento en que Mercader lo atacó: los libros, los papeles en la mesa, las sillas...

El estudio de Trotsky.
Me alucinó siempre saber que Caridad del Río Mercader, la dura combatiente, al ver que su hijo no salía de casa de Trotsky y que había movimiento que indicaba urgencia, decidiera abandonarlo. Caridad, junto con Nahum Eitingon (de alias "Kótov" en la NKVD), uno de los verdugos de Stalin (que eran muchos, incluso algunos que se ocupaban de matar a otros asesinos a los que el líder les perdía el afecto, como cuando Vasily Blokhin mató al fiel Nikolai Yezhov), tenían ante la casa de Trotsky dos autos listos para la huida del asesino.

El golpe con el piolet en el parietal no mató a Trotsky de modo fulminante, y éste pudo gritar atrayendo a sus guardaespaldas y ordenarles que sólo detuvieran a "Mornard", que no lo mataran porque tenía que hablar (nunca habló). Viendo que algo iba mal, los cómplices huyeron del lugar y del país dejando librado a su suerte a Jaime Ramón.

ABC, en la línea editorial que mantiene hasta hoy, ya condenaba a Sylvia Ageloff como "cómplice" de Mercader en esta foto del enfrentamiento entre ambos amantes que organizó Leandro Sánchez Salazar para buscar quebrar emocionalmente al asesino.
Alguna vez me imaginé contando con el financiamiento suficiente para pasar unos meses en Estados Unidos investigando el destino de Sylvia Ageloff, la secretaria de Trotsky y fiel militante a la que Mercader enamoró y usó indirectamente para obtener acceso a la casa del líder (a través de una pareja de trotskistas amigos de Sylvia, los Rosmer, no directamente como el mito simplifica; ella siempre se negó a llevar a Mercader a casa de Trotsky por miedo a comprometer al líder, sabiendo que su amante estaba en México ilegalmente). Recuerdo que lo comentara con quien lo comentara, a todos les resultaba una idea apasionante, empezando por Jorge Semprún, que le tenía una simpatía especial también a Sylvia.

Sabemos que Sylvia nació en Brooklyn en 1913, hizo un master en psicología en la Universidad de Columbia, fue a París en 1938, donde conoció a "Mornard" y vivió con él un romance que pasó por Nueva York y llegó a México, a donde él le pidió que fuera a seguirlo, hasta estallar el día del asesinato. Sabemos que le pidió a Sánchez Salazar que matara a "Mornard" por haber asesinado a su líder. Sabemos que, una vez que se determinó que no era cómplice del asesinato sino víctima de la larga maquinación estalinista, su familia la llevó de vuelta a Brooklyn. Sabemos que allí fue profesora de kindergarten, fue interrogada por el FBI en 1942 y, en 1950, compareció sobre el tema ante la comisión de Actividades Antiamericanas del Congreso organizada por el infame Joseph McCarthy. Sabemos que murió en 1995 a los 82 años en su natal Brooklyn. Nos dicen que está enterrada con su nombre en el cementerio de ese mismo distrito.

Es decir, sabemos en realidad muy poco de Sylvia Ageloff y todo ello relacionado con el asesinato. A mí me interesaría conocerla a ella, su vida, sus ideas, su militancia, si su sinceridad política se desbordaba a otros capítulos de su vida. Si volvió a amar o no se atrevió. Cómo era con su familia (sus sobrinos, lo sabemos, viven).

Me parece un tema más rico que Mercader, que es blanco fácil y por tanto lo ha sido de novelas y películas (hasta Alain Delon lo interpretó, imagínese usted, que yo mejor no me lo imagino).


Cosas así conozco del caso Trotsky, además, claro, de lo que todo mundo sabe y cuenta sobre el líder, su historia, su enfrentamiento con Stalin, su exilio, su llegada a México, sus años allí y las circunstancias de su asesinato, así como sobre su asesino, cuyo fanatismo por alguna causa fascina en lugar de provocar repugnancia. Me imagino que si Jaime Ramón no hubiera sido alto y atractivo, sino un simple recluta del Daesh embutido en un uniforme negro y golpeando con el piolet a un yazidí en lugar de a Lev Davidovich Bronstein, se le dimensionaría como lo que era: un irracional asesino psicopático y despreciable. Tan encantador como pueden ser otros asesinos, pienso en Ted Bundy o en la suavidad estudiada de Bin Laden, pero precisamente por ello más, no menos, ponzoñoso.

Todo esto sin suponer, en ningún momento, que Trotsky fuera un inocente, que bastante sangre tenía en las manos pese a su tardía imagen venerable de sesentón afortunado que se acostaba con Frida Kahlo y le daba de comer a los conejos, como cuenta mi compañero de algunas aventuras Leonardo Padura. Allí hay otra historia y no corta.

Por eso me fascina, acaso, la figura de Sylvia. Parece ser lo único noble y luminoso que se alcanza a ver en las inacabables tonalidades de negro de esta historia.

Después de ver la película, quizás añada algo a esta entrada.

* * * * *
Escribí el 7 de septiembre en Facebook, ya vista la cinta:
Vayan a ver El elegido. Brillante manejo de la historia, licencias dramáticas las justas para que fluya la historia pero sin alterar los hechos ni maquillarlos, varias actuaciones de primera, ambientación convincente, guiños bien armados, creíble y certera con su hecho histórico: el asesinato de Trotsky. 
Como dije en la entrada, le tenía miedo a la película. Es tan fácil glorificar a un asesino, hacer caricaturas, simplificar, justificar o ignorar... El director no lo hizo. 
Sí, podría haber sido un poco más justo con Sylvia Ageloff. Nadie lo ha sido del todo, creo yo, pero Chavarrías y Hannah Murray lo han intentado honestamente, y esa escena final de ella ante Mercader es oro molido que permite perdonar otros momentos demasiado estereotipados. 
Algún día la historia señalará que ella fue lo único decente, noble, sincero, luminoso y defendible en ese pozo oscuro de intrigas y bajeza. Una inquietud mía que alguna vez pude saber que compartía Jorge Semprún, por cierto, y perdón por el name dropping
Mientras, buen cine. 
(Esto fue lo que quedó de una detallada crítica que redacté y que Blogger se tragó.)