19.9.15

30 años del terremoto de la Ciudad de México

Cuando tenía presentaciones audiovisuales en el Palacio de Bellas Artes, de empresas
o para el gobierno, generalmente con uno u otro presidente, solía quedarme a dormir
en el Hotel Regis en vez de ir a casa. Estaba cerca, tenía unos desayunos impresionantes
y tenía sauna, que era un lujo después de una larga noche de ensayos con la siempre
enervante presentación al día siguiente. Era un símbolo del centro de la Ciudad de
México. Tardó en caer unos minutos después del fin del terremoto.
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¿Cómo se cuenta lo que lo cambió a uno para siempre?

Empieza con una percepción vaga: todo se mueve... la lámpara Tiffany comprada en Tepito gira libre sobre su cadena y a veces toca el techo.

Hay que sacar a la familia corriendo por si el hogar se convierte en piedra de sacrificios.

Los cables de la luz se mueven, giran como cuerdas para que salten las niñas o los boxeadores, dando la vuelta completa.

Poco a poco el suelo deja de moverse. El periodista que lleva uno dentro lo hace salir a la calle con la cámara y los ojos listos. "Allí cayó un edificio" me dice alguien y señala a unas calles de mi casa, lo fotografío. "¿Ya vio el edificio de Teléfonos de México allá a la vuelta?" dice otro, y voy a la calle de Monterrey y es una ruina. Y doy vuelta sobre Insurgentes, la avenida más importante y larga de la ciudad, y es la guerra, edificios caídos sobre el pavimento a derecha e izquierda. Camino y fotografío. Llego a Álvaro Obregón y veo cómo se produce uno de los primeros rescates en un edificio cuyos pisos altos cedieron. La gente se organiza para ayudar a bajar a un superviviente aterrado. Tomo fotos. El periodista se difumina, hay que hacer cosas. Paso las siguientes tres semanas organizando y disponiendo el acopio y distribución de todo tipo de materiales: comida, café, mantas, medicamentos, sopletes, palas, picos, toallas sanitarias (allí aprendí a respetar la importancia de este invento), tiendas de campaña... para los que habían quedado sin nada y para los rescatistas voluntarios que desde la ignorancia se inventaron la capacidad de salvar a los suyos. Pasamos réplicas, falsas alarmas, descontrol, miedo.

Vimos más muertos de los que uno debería ver. Aplastados, asfixiados, quemados y menguados en tamaño, despedazados, blancos por el polvo del cemento, solitarios y en parejas y en familias enteras. Vimos la solidaridad. Vimos la indolencia de un gobierno que ponía por delante el manejo de las consecuencias políticas que la vida de la gente. Vimos a los hijos de puta de siempre que con mentiras y exageraciones se erigían en lidercillos para manipular buenas conciencias (como uno que reunía a la gente para decirle a qué hora y qué día iba a haber una réplica, algo que nadie puede saber, pero era de la Cruz Roja y se quería hacer importante).

De esto hace 30 años.

 No sé dónde estén las fotos que tomé ese 19 de septiembre.

Mi resumen, contado en el libro Todos somos Superbarrio (disponible gratuitamente para su descarga aquí) 10 años después del terremoto que nos cambió para siempre, es el siguiente.

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México, D.F., a 8.1 grados Richter de la mañana

El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, la tierra sacudió a los habitantes del Distrito Federal y los despertó en más de un sentido.

Pocos minutos después del sismo de minuto y medio, miles de ciudadanos salimos a las calles y descubrimos con angustia que numerosos edificios habían caído, y de muchos de ellos salían voces que pedían auxilio.

Pero, sobre todo, descubrimos que no había autoridades.

Mientras, dice el rumor (que es una forma de verdad en México), en las altas esferas del gobierno se multiplicaban las dudas y se daban enfrentamientos entre quienes podían o debían hacerse cargo de la tragedia, en las calles empezaron a surgir líderes que hasta ese momento ni sabían que lo eran. Organizaron cuadrillas, dieron ideas para poner en manos de sus conciudadanos un pico, una pala, un marro, y encabezaron las tareas de rescate, abastecimiento y seguridad.

Las autoridades seguían ausentes.

Sin entrenamiento alguno, oficinistas, estudiantes, amas de casa, obreros y otros muchos aprendimos a hacer túneles en los edificios caídos para sacar a quienes estaban atrapados. Aprendimos a tomar decisiones que antes nos hubieran llenado de temor ante las autoridades. Actuamos.

La televisión privada, coloso de la comunicación que podía haber sido vínculo esencial entre los rescatistas amateurs, prefirió fingir demencia y transmitió oportunamente las telenovelas del día, incluyendo anuncios comerciales. Los medios pedían calma a la población y recomendaban que nadie saliera de sus casas. "Y eso era como una invitación para no quedarse quietos, para salir y tratar de hacer algo", señala Superbarrio.

El absurdo se apoderaba de una ciudad que ya contaba más de 18 millones de habitantes y en la cual, de pronto, al menos 500 edificios estaban derrumbados total o parcialmente.
Creo que todos tuvimos una sacudida también de conciencia, aparte de la sacudida del suelo de la ciudad. Cuando nos vimos en la calle después del terremoto, cuando no entrábamos a la vecindad por temor a que se desplomara, cuando empezamos a escuchar las ambulancias, las sirenas, supimos del incendio del Hotel Regis y las primeras noticias del tamaño de la desgracia, creo que nos sentimos como parte de la herida que había sufrido la ciudad. Y creo que no eran momentos de preocupación personal, sino que empezó a generarse una reflexión colectiva. Nos reconocimos con los vecinos de otros lugares, que en la vida habíamos platicado con ellos; los habíamos visto en la calle. Pero de repente todos nos vimos envueltos en una discusión, en un pensamiento de hacer algo, de responder inmediatamente a lo que había pasado.

Comprobamos que el gobierno no tuvo ni la voluntad ni la capacidad para atender la desgracia que había sufrido la ciudad, y eso nos obligaba a ser los protagonistas en acciones inmediatas. Recuerdo que estábamos fuera de la vecindad con todos los vecinos cuando llegaron y nos dijeron que había un derrumbe en la calle de Aztecas, en Tepito. Sin pensarlo dos veces nos trasladamos para allá. Empezamos a quitar escombros con las manos, a intentar localizar a la gente que nos decían que había quedado atrapada en ese edificio.

Después nos avisaron de otros derrumbes en la colonia Guerrero, en la Santa María la Ribera... y en mucha gente nació un afán de servir, no quedarse parado a ver, inmóvil, sino a ponerse las pilas y a localizar lo que tuviera uno, un pico, una pala, una segueta, algo para poder prestarse a la ayuda de la demás gente.

Creo que todos esos momentos, todas las primeras horas del día 19 de septiembre, fueron una inyección de realidad, de solidaridad en serio, para miles y miles de habitantes de la ciudad.
No hubo nadie que contara cuántas personas fueron salvadas por sus conciudadanos el 19 de septiembre y los días subsecuentes, mientras finalmente empezaba a reaccionar el poder. Todos supieron que las autoridades no respondieron con oportunidad a la mayor urgencia de la gente de la ciudad desde la epidemia de viruela que ayudó a Hernán Cortés a acabar con el imperio azteca. Todos vieron surgir las historias que es importante contar, pero que aún no se han contado porque son patrimonio común, historia oral para el fin de siglo que, de cuando en cuando, en cualquier reunión, lleva a los actores a platicarse entre sí qué hicieron "cuando el terremoto".

Cayeron, sobre todo, edificios viejos y construcciones defectuosas pagadas con los dineros del pueblo y encargadas por sucesivos gobiernos a constructores que se hicieron de ganancias usando materiales que, según expertos que revisaron las ruinas, eran inadecuados. Cayeron escuelas, hospitales, dependencias gubernamentales y unidades habitacionales con las cuales se pretendía cumplir con el compromiso social de la Revolución. Cayeron viejas vecindades de gente sabia en el tema de la supervivencia.

Para cuando el Estado reaccionó, muchos habitantes de la ciudad habían aprendido una lección.

Las cifras oficiales hablaron de alrededor de cuatro mil.

Las cifras del rumor revolotean entre los veinte mil y los cien mil.

La única forma de saberlo era contarlos.

Pasadas unas semanas, las motoconformadoras del gobierno del Distrito Federal procedieron a remover los escombros de la mayor parte de los edificios derrumbados.

El rumor dice que junto con los ladrillos, los trozos de concreto, la piedra y las ruinas de tantos edificios, las máquinas se llevaron vaya usted a saber cuántos cuerpos aún no rescatados, muertos que acabaron sepultados en un tiradero.