18.3.18

Ya no hacen turistas como los de antes


¿Vio usted La muerte en Venecia? Así eran los turistas. Venían de sombrero y corbata, y los niños de marineritos y cuando levantaban la voz la abuela, con cuello vuelto y sombrero de medio metro de diámetro, les daba un zurriagazo con el paraguas y los ponía más quietos que los santos esculpidos en el pórtico de la iglesia.

Gente pudiente, gente bien, gente con clase, con estilo, con savoir faire, que iba por el mundo a cultivarse y a sufrir el spleen mientras dejaba propinas de tres libras, que por entonces daban para comprarse un chalé y todo.

La cosa mejoró mucho con el avión. ¿Usted sabe quién se podía pagar un vuelo de Washington a España? Veinte millonarios que hicieron su fortuna traficando alcohol y en tiendas de ropa. Veinte. Venían a Madrid y los veía uno de traje, con la pipa, la mujer atrás con los dos niños de punta en blanco. Si venían al pueblo lo admiraban como si fueran las putas pirámides de Egipto y dejaban propinas, aunque menos que los británicos, que siempre quieren sobresalir.

Pero ahora... Dirá usted que soy pueblerino y no sé, pero el dato es que en 1974 hubo 421 millones de pasajeros de aviones en todo el mundo. Y no eran turistas: hombres de negocios, sí, hombres, eran esos tiempos y así, políticos, diplomáticos, espías de la guerra fría. Turistas pocos pero de clase. Ava Gardner y Ernest Hemingway, joder. Pero en 2014 viajaban ya 3.210 millones de pasajeros. La mitad del puto planeta. Que sí, que no es la mitad la que vuela, unos vuelan mucho, otros nada, pero la plebe que vuela, oiga qué horror. Turistas que vienen y miran sin entender y se ríen del tío Manolo con la azada y las alpargatas, y se comportan como cavernarios y visten todos el traje regional éste de los Estados Unidos... no el de cowboy, no... la camiseta con los pantalones cortos y las sandalias y la gorrita como la de Trump. Parecen un ballet folklórico, todos iguales. Siempre espero que de pronto hagan un crowdfunding... no un flashmob... y se pongan a cantar a cuatro voces una canción de Fred Astaire.

Son unos búfalos de agua en estampida, es lo que son. No saben cuidar ni los caminos ni saben no meterse donde no deben, y se mean en el arroyo y nos miran como si fuéramos indígenas amazónicos del siglo XV. Ya he visto de reojo a alguno encender un mechero Bic a ver si nos asustamos con su magia. Ganas de quemarle las barbas a lo hipster que traen, es lo que quiero.

Porque esto seguro es cosa del gobierno. Nos quieren imponer un modelo de turismo donde el turismo bueno ése de vamos a tomar las aguas a Venecia no llegue aquí, a donde nos mandan el cascajo, las chusmas, las masas mal lavadas. Gente que debería quedarse en su pueblo al menos hasta que se eduquen y ganen un buen sueldo. Pero no, los pobres vienen a jodernos: 30 euros el vuelo de Londres a Castellón de la Plana. Menos que una mariscada. ¿Quién va a venir? ¿El príncipe Harry? No, señor, viene el del carrito del pescado con patatas porque le sale más barato que irse a bañar en sus propias playas, que seguro están limpias y allí no le dejan echar las cascas de las pipas a la puta arena.

¿Quién se cree esta gente? Obreruchos y aldeanos, estudiantes a medio hacer, oficinistas más pálidos que la merluza que se están metiendo, funcionarios, dependientes de tiendas, hooligans y chavales de viaje de estudios. ¿Estudios de qué? ¿Me vienes a estudiar a mí, tú, chaval? A estudiar a la escuela, no a mi pueblo. Y claro, tienes al hijodetodasu Remedios la de la casa verde, que para ganarse unas perras se mete a Airbnb y cobra por noche la mitad que el hotel que está aquí a cinco kilómetros de nada, que yo de chaval los hacía en una hora cargando dos baldes de agua de diez litros y arreando a las ovejas del abuelo. Pues tócate los cojones, ahora duermen en el pueblo,  nos están gentrificando a palos. Porque cuando el hijo de la Remedios se compró el Mini con lo del Airbnb pues cuatro chavales con ordenador empezaron a alquilar desde una habitación hasta el corral de los puercos como "cabaña ecológica". Y la gente viene y les paga y nos jode desde que amanece hasta que vuelve a amanecer.

Es el gobierno, te lo digo. Esta gente no tiene nada qué hacer de turista. Sólo nos viene a tocar los cojones, pero con tambor... te digo, que si no me fuera yo dos o tres veces al año a Balbriggan, que es un pueblito irlandés majísimo, aislado y con una playa coquetísima, me volvía yo loco. Porque allá al menos puedo pasear y comer y estudio algo de las costumbres y practico el ínglis y me puedo coger unas moñas monumentales en el pub donde los locales, que están medio atrasados, todas las noches tienen fandango con guitarras y mandolinas y flautas y gaitas... es cojonudo. Pillo por Airbnb la casa de Paddy McAchis Enlamahr y, si compro el billete con antelación, por 100 euros me pongo en Dublin y estoy a una hora del pueblo en Uber. Es fantástico que currelas como yo, que vivimos con esos sueldos de mierda, al menos podamos huir de este infierno turístico de cuando en cuando. Aunque eso se está llenando de españoles, ¿eh? Que son quien son.

Hijos de la gentrificación, así os cierre el Airbnb la Colau si llega a presidenta.

17.3.18

Oposición e institución

(Dos actualizaciones interesantes al final: cómo está informando alguna prensa de lo acontecido y cómo se viralizó la desinformación sobre la muerte que detonó los disturbios.)

Cuando uno es oposición para tomar el poder en las instituciones, se come unas broncas horrendas cuando finalmente lo toma. Pero cuando uno es oposición para destruir a las instituciones, quedar al frente de ellas puede ser una absoluta tragedia ideológica.

Esta reflexión viene al caso con el nudo que se han hecho las autoridades municipales de Madrid y el partido al que representan, Podemos (aunque oficialmente lleven otro nombre), con los disturbios de Lavapiés. Primero, algunos de sus miembros automáticamente culparon a la policía de la muerte del inmigrante Mame Mbaye y, antes de hacer la preceptiva investigación para saber las condiciones reales de la muerte del hombre, lanzaron sus habituales tuits acusando del fallecimiento a la policía, al racismo y a la horrible ausencia de derechos humanos que sufre España en su imaginario. Ya empezaban a quemar las instituciones otra vez cuando alguien les recordó que los responsables políticos, si la policía era culpable (de lo que hay dudas enormes), eran ellos mismos. Que las instituciones, esta vez, eran ellos.


Allí empezaron los problemas. Para cuando la noticia llegó a los medios mundiales, ya no era "un inmigrante muere de un infarto y, según algunas versiones, poco antes fue perseguido por la policía por hacer venta irregular en la calle, de modo que la persecución pudo haber influido en su lamentable deceso, pero nadie tiene idea, por lo que las autoridades han emprendido una investigación"... la noticia ya era "Migrant African Street Vendor Killed By Police" (Vendedor callejero inmigrante africano asesinado por la policía). Y ese favor se lo estaban haciendo a Podemos nada menos que sus amigos de TeleSUR, la televisión del gobierno de Nicolás Maduro.

La confusión llevó a la indignación y antes de que nadie pudiera hacer ninguna investigación, se desataron disturbios en Lavapiés, barrio en el que vivía Mame Mbaye y donde viven muchos inmigrantes senegaleses. La policía trató de sofocar los disturbios con la clásica delicadeza de la policía (hay un vídeo en el que un policía, de modo absolutamente grauito, le da un porrazo por la espalda a mi amigo, el galardonado fotógrafo mexicano Juan Carlos Rojas). Aparecieron "solidarios" que igual eran despistados que cuadros anarquistas especialistas en la batalla callejera o neonazis que vieron su oportunidad de golpear gente de piel oscura o hacerlos quedar mal, y las calles ardieron durante varias horas.

Momento en que un policía golpea a Juan Carlos Rojas por la espalda. (vídeo en https://www.facebook.com/juancarlos.rojas.16/videos/2020490067964331/)
Al día siguiente, que es hoy, las autoridades madrileñas trataron de corregir el rumbo, pero las brasas prenden con facilidad y, cuando el cónsul de Senegal llegó una hora tarde a Lavapiés para reunirse con los inmigrantes a los que al parecer tampoco ha defendido demasiado, éstos le reclamaron, se calentaron y el asunto se saldó con otro enfrentamiento con la policía, el cónsul sacado in extremis por las fuerzas del orden y varios detenidos, todos españoles, señalados como responsables de destrozos varios.

Hasta ahora esto es lo poco que sabe el ciudadano de a pie. La ultraderecha está enardecida culpando a los inmigrantes senegaleses de cuanto haya podido pasar en España desde que se casaron Isabel y Fernando, y la ultraizquierda está al parecer muy satisfecha porque se ha demostrado que en España hay racismo, y ese racismo tiene la culpa de todo desde que se casaron Isabel y Fernando. La verdad de los hechos parece importarles muy poco a los dos bandos y, si hay una investigación, cualquier conclusión a la que llegue será impugnada, no por falsa, sino por no ajustarse a los deseos e intereses políticos de los que han politizado todo el asunto eludiendo sus enormes complejidades (y pocas cosas más complejas que el fenómeno de la inmigración irregular, con su carga de espinosas sutilezas políticas, económicas, sociales y, sobre todo, humanas, que plantea un desafío enorme a todos los países opulentos y que pocos parecen estar gestionando de modo razonable y humano).

Mientras sabemos --si llegamos a saberlo-- cómo se desarrollaron realmente los acontecimientos, lo que queda al desnudo es el problema de ser el que viene a romper las instituciones para hacer la revolución y se encuentra un día al frente de dichas instituciones y entra en una esquizofrenia política que en nada beneficia a los ciudadanos.

Cuauhtémoc Cárdenas con banderas republicanas
en una visita a Gijón en 2009.
(Copyright © Mauricio-José Schwarz 2009-2018)
Cuando Cuauhtémoc Cárdenas ganó la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México en 1997, la tarea que tenía frente a sí era enorme. A mí se me pidió que representara a mi barrio en el Comité de Seguridad Ciudadana, que tenía por objeto, algo nunca antes visto, ser el enlace entre la ciudadanía y la policía. Aquí ya empezaban los problemas, también. Había que explicarle a los policías, desde los mandos hasta las infanterías, que esos rojos revoltosos a los que habían estado persiguiendo y puteando durante toda su vida, éramos ahora el gobierno de la ciudad. Y había que hacerlo de modo que lo aceptaran. Y había que hacerlo con una policía corrupta hasta la médula, con más vicios que un fumadero de opio, con poca preparación y menos visión. (Lo que no podía hacer el gobierno era despedirlos a todos, que pasarían automáticamente a ser parte de la delincuencia, con información privilegiada, mientras se creaba una policía muy honrada pero totalmente amateur, labor que en una ciudad con 10 millones de habitantes es un desafío enorme. Había que trabajar con lo que había.)

Las anécdotas de las reuniones con los altos mandos policiacos, igual en las oficinas de Jesús Quintero (delegado de gobierno en la circunscripción correspondiente, la Benito Juárez) que en casas de la cultura donde los llevábamos a hablar -por primera vez- con los ciudadanos son abundantes, algunas cómicas, otras muy educativas (recuerdo a un comandante de la policía vapuleado por bravas mujeres luchadoras de toda la vida en una reunión en la que se dirigió a ellas con una condescendencia que se tuvo que comer de inmediato). Pero en todo ello había un elemento clave: no corríamos el peligro de ser incoherentes. Queríamos una mejor democracia, una policía que funcionara mejor para la ciudadanía, una mayor seguridad ciudadana, unas instituciones fortalecidas, sólidas, creíbles, transparentes. Lo poco que se hizo en el breve tiempo en que Cárdenas estuvo al frente de la ciudad fue muy alentador.

Pero me imagino --el mundo al final siempre se ve desde la experiencia propia-- que hubiera sido mucho menos eficaz si hubiéramos sido los antisistema al frente del sistema, la iglesia en manos de Lutero, que es con lo que se encontró Madrid, tristemente, el día de ayer. Si hubiéramos llegado a una reunión con los mandos llevando nuestra camiseta de ACAB con la cara de Íñigo Errejón o hubiéramos tenido que explicar que nuestro líder (como lo hizo Pablo Iglesias) se emocionó en televisión, y lo dijo, cuando vio que un chaval embozado de la guerra callejera cosía a patadas a un policía tirado en el suelo.

Es lo que va de querer mejorar la sociedad que tienes a querer inventar una nueva desde cero, que nunca suele dar resultados ejemplares.

Actualizaciones:

El Diario, periódico propiedad de Ignacio Escolar, que también lo dirige, esta noche tenía este aspecto. Si uno quería saber qué pasó (y al parecer lo que pasó es que la muerte de Mbaye no tuvo nada que ver con ninguna persecución policial y, al parecer, la policía llegó poco después de que se desplomó y trató de salvarle la vida), tenía que navegar por numerosas notas de ésas que buscan echarle gasolina al fuego y darle presencia a los aliados políticos, que el hombre fallecido finalmente deja de ser persona al convertirlo en banera, pretexto y nombre para poner en una pancarta.



Y, además, un amigo mexicano me hace llegar un análisis (eso que deberían hacer los medios españoles si les interesara informar antes que hacer propaganda política) de cómo se viralizó la desinformación respecto a la muerte del vendedor callejero.


Y es curioso que salvo David Llorente, que en su perfil dice ser "Diputado por Guadalajara y Portavoz de Podemos en las Cortes de Castilla-La Mancha. Anticapitalista, feminista, ecologista, animalista", todos los demás sean anónimos y algunos, como @polvorinos, cuentas con miles de tuits pero apenas 83 seguidores desde 2009, lo que resulta cuando menos sospechoso como cuenta bot. De lo que no se enterarán quienes lean la prensa en todo el arcoiris ideológico, desde La Gaceta hasta La Marea, desde La Razón hasta El Diario.

13.3.18

Cadena perpetua y demagogia

La cárcel de Carabanchel una semana antes de su demolición. Cada
hueco era la puerta de una celda. Copyright © Mauricio-José Schwarz 2008-2018
"Si escapo, les prometo que mataré y violaré, y disfrutaré cada minuto de ello", declaró Westley Allen Dodd en 1992 pidiendo ser ejecutado por el asesinato y violación de tres niños, con métodos considerados de los más malvados de la historia.

En diciembre de 1977, acusado de al menos 30 asesinatos y violaciones, Ted Bundy escapó de prisión. En enero, entró en un dormitorio universitario de mujeres y mató a dos alumnas. En febrero asesinó a una niña de 12 años. Reapresado, fue condenado a muerte. Se calcula que asesinó y violó a unas 100 mujeres.

Estos casos son conocidos porque son excepcionales, incluso en la excepcionalidad del mundo siniestro de los asesinos en serie. Pero ejemplifican un hecho difícil de afrontar para muchos: hay algunos delincuentes a los que es imposible reintegrar a la sociedad. Sí, toda nuestra tradición ilustrada y humanista quisiera que no fuera así, pero es un hecho con el que deben lidiar las sociedades. Es un problema ante al que toda sociedad debe asumir un posicionamiento.

Cada vez que en España hay un caso de asesinato especialmente gravoso, el debate sobre la pena de muerte y la cadena perpetua se reaviva con posiciones tan irreconciliables como irracionales. De un lado, gente identificada con la derecha política pretende utilizarlos para volver a instaurar penas más largas y duras que las que contempla actualmente el Código Penal. De otro lado, gente identificada con alguna izquierda se opone firmemente a tales penas con la convicción de que lo único que busca la derecha es la venganza o el castigo. Y ambos funcionan con falacias graves que no deberían ser la base de la toma de decisiones en una sociedad.

El individuo o la sociedad

Los conservadores, en general, defienden la idea de que las penas para los delincuentes deben ser castigos, en gran medida venganzas sociales. Se basan en la idea de que todo delincuente está ejerciendo su absoluta libertad individual y por tanto se le debe cargar con el 100% de la responsabilidad por los delitos cometidos. Su ejemplo acabado son por igual la shari'ah que el sistema penal chino o, destacadamente (por su presencia en nuestro tejido cultural), el sistema penal estadounidense, sobre todo a partir de mediados de los años 70, cuando la política de rehabilitación empezó a ceder espacio a la política punitivaHard time, o tiempo de prisión duro implica castigos feroces a los reos: baños de agua helada, trabajos forzados y permitir que se cree un ecosistema depredador dentro de la prisión, sin garantía alguna para el preso, donde las peleas, las golpizas, las violaciones, la intimidación y la humillación son las monedas con las que se obtiene o pierde jerarquía en una selva artificial donde el horror es el ambiente cotidiano.

La ineficacia de este sistema se hace evidente tanto en los índices de criminalidad como en los de reincidencia. Al delincuente encallecido no lo detiene el miedo a la cárcel, ni siquiera el miedo a la ejecución. Y no es razonable que una experiencia brutal en prisión haga que salga por la puerta, al compurgar la pena, un ciudadano ejemplar arrepentido y decidido a normalizar su existencia. Así, Estados Unidos tiene la mayor proporción de su población en prisión, 716 personas por cada 100.000 habitantes. Con un 4,4% de la población mundial, EE.UU. alberga al 22% de los prisioneros del mundo, además de tener la tasa más alta de homicidios del mundo desarrollado con 4,88 homicidios por cada 100.000 habitantes contra 1,68 de Canadá, 0,92 del Reino Unido, 0,66 de España o 0,31 de Japón.

La idea es que el delincuente sufra proporcionalmente al daño infligido. Como si no hubiera habido ningún avance en la moral humana desde el "Ojo por ojo y diente por diente" del Código de Hammurabi.

Los que se autodenominan progresistas por su parte consideran que el sistema penal debe tener por objeto la regeneración del delincuente de modo que se reintegre a la sociedad. Aquí también hay posiciones extremas, como las que afirman que la naturaleza humana es infinitamente maleable, es decir, que todo delincuente puede ser reintegrado, lo cual con frecuencia se acompaña de la convicción, explícita o implícita, de que en realidad el delincuente es producto de la sociedad. Es decir, que todo delito es resultado de una falla de la sociedad, no del individuo y, en las visiones extremas, el delincuente es siempre una víctima, como lo ejemplifican declaraciones que hemos podido leer mostrando más comprensión por el terrorista que comete un atentado o por un asesino o agresor que por sus víctimas.



Primero que nada, hay que recordar que hasta mediados del siglo XIX, como comento en el vídeo que dediqué precisamente a la pena de muerte, la prisión no estaba concebida como castigo. La prisión era esencialmente preventiva, el reo estaba en ella hasta el juicio, donde se le hallaba inocente y se le liberaba o se le hallaba culpable y se le condenaba a muerte, se requisaban sus bienes, se le mutilaba, se le humillaba públicamente o se le enviaba a trabajar gratis para el estado o para algún poderoso.

Y allí está el primer punto a tener en cuenta: la prisión es una institución moderna, que sustituye a las penas brutales del pasado. No es razonable, ni lógico, comparar la pena de muerte con la prisión perpetua, porque las diferencias son de fondo, empezando porque un error judicial puede resarcírsele a un ciudadano injustamente condenado a prisión al menos en una pequeña parte, con su liberación y el pago de daños y perjuicios y el futuro que le quede todavía. Pero el mismo error no puede hacer nada por quien ha sido injustamente ejecutado. Es definitivo.

Apresar a alguien tiene, inevitablemente, un factor de castigo aún en los esquemas más centrados en la regeneración. La pérdida de la libertad es algo terrible y no se le puede minimizar en modo alguno. Pero por ello mismo debemos tener claro -para participar en el debate- todo el panorama que implica que una sociedad decida encarcelar a uno de sus miembros, y cuándo podría hacerlo para el resto de su vida natural -o casi.

Las penas, por terribles que sean, no disuaden al delincuente, esto ya lo sabemos con una larga experiencia ejecutando a nuestros congéneres, torturándolos y cortándoles pedazos. Pero cuando discutimos sobre si la prisión debe ser un castigo o una oportunidad de rehabilitación, debemos tener en cuenta la realidad de la reincidencia. Es decir, si la prisión no disuade a quien no ha caído en ella, ¿al menos impide que quien cae en ella vuelva en poco tiempo como reincidente? Todo indica que un sistema de reinserción bien llevado es mucho más exitoso que uno punitivo en uno de sus objetivos fundamentales: impedir la reincidencia. Los estudios al respecto son abundantes y convincentes.

Así, si queremos que menos delincuentes vuelvan a prisión, es mejor rehabilitarlos que castigarlos -y generar en el proceso rencor contra toda la sociedad-. En ese sentido, salvo por la visión en gran medida religiosa de la derecha, el debate está bastante zanjado.

La cárcel de Carabanchel una semana antes de su demolición.
Copyright © Mauricio-José Schwarz 2008-2018
En ese esquema, ¿tiene algún papel que jugar la prisión perpetua, revisable o no? Olvidemos por un momento las motivaciones ideológicas de los conservadores al promoverla y veamos los hechos reales: por buenas intenciones que tengamos, hay una cantidad determinada de delincuentes que van a reincidir inevitablemente.

Algunos son culpables de delitos menores, y son los que -ellos sí- tienen puertas giratorias en las cárceles: estafadores, carteristas, ladrones, atracadores y pillos de poca monta para los que la delincuencia es un modo de vida del que no tienen previsto apartarse. Salen de la cárcel para volver tarde o temprano. En su caso, si bien la rehabilitación es inútil en muchos casos, la amenaza que representan para la sociedad es más bien leve, y entran y salen y de cuando en cuando hay un reportaje en televisión donde la policía dice que ya conoce a los carteristas del metro de Madrid, pero no hay forma de deshacerse de ellos efectivamente, salvo que se les dictara prisión perpetua, pero todo sentido de la proporcionalidad nos dice que eso es inaceptable.

Pero hay otros delincuentes que entran en los espacios mentales tenebrosos de Westley Allen Dodd, Ted Bundy y otros personajes que se han separado en gran medida de todo concepto de empatía y decencia humanas. Son los que, al reincidir, pueden ocasionar gravísimos daños a otras personas, a las vidas, la dignidad, la integridad física y emocional de sus víctimas directas e indirectas (y las indirectas muchas veces son toda la sociedad). A diferencia del retrato casi heroico que crean de ellos el cine, la literatura y la televisión, los delicados, inteligentes, seductores y sofisticados Hannibals Lecter y los amantes de los acertijos como el John Doe de Seven o los heroicizados Mickey y Mallory Knox de Tarantino, los delincuentes de la vida real son habitualmente seres sin más motivación que su placer, con una inteligencia escasa, habiendo excepciones, sin ninguna sutileza, ignorantes, arrogantes y embrutecidos, con cero atractivo físico, espiritual, humano o intelectual. Como El Hijo de Sam, Eileen Wuornos, Jeffrey Dahmer o Andrei Chikatilo.

Cuando se habla de prisión permanente, de cadena perpetua, es en estos personajes en los que se debe pensar, sobre todo. En los casos, por poco frecuentes que sean, en que la sociedad tiene ante sí a una persona imposible de rehabilitar, que en muchas ocasiones reconoce y declara abiertamente que es imposible de rehabilitar, que no quiere hacerlo, y que si se le da la menor oportunidad, volverá a matar o a violar. Casos conocidos son el del 'violador del ascensor', Pedro Luis Gallego; el 'celador de Olot', Joan Vila Dilmé; 'el asesino de la baraja', Alfredo Galán Sotillo; 'el monstruo de Machala', Gilberto Antonio Chamba Jaramillo o asesinos que caen en la definición de psicópatas como José Bretón o David Oubel Renedo, ambos asesinos de sus propios hijos.

No pretendo tener las respuestas, no creo siquiera que haya una sola respuesta satisfactoria para todos los casos, sino que esto es y debe ser asunto de una reflexión social compartida que contemple lo general y la casuística, y que por tanto debe ser profunda y cuidadosa, pero que desgraciadamente no lo está siendo porque, más allá de las víctimas, de los presos y de la moral social, lo que han decidido dirimir los partidos y los medios de comunicación (todos) son las votaciones de las próximas elecciones, el convencimiento político, la superioridad sociomoral, por sobre el cuerpo de una u otra víctima, o el análisis de uno u otro asesino, todos más allá de toda razón, instalados en la más descontrolada demagogia.

Y así no vamos a ningún lado.

5.3.18

Dictaduras para el siglo XXI


En febrero de 1692, en la aldea de Salem, Massachusets, Betty Parris, de 9 años, y su prima Abigail Williams, de 11, empezaron a sufrir convulsiones y a comportarse de modo extraño; decían que las pellizcaban y les clavaban agujas. Sus síntomas se atribuyeron a la brujería.

En realidad, nadie estaba enfermo, o no más que los demás, o no de modo especial. Salem no estaba en condiciones peores que cualquier otra aldea colonial de la época. Pero se convencieron de que el mal vivía entre ellos, que sufrían enfermedades misteriosas, que estaban bajo asedio.

En las semanas siguientes otras personas afirmaron ser víctimas de brujas. Para septiembre de ese año, 20 personas habían sido ejecutadas por brujas en la aldea de 600 personas.

Hoy vivimos en un Salem global donde las cosas no están, sin duda, tan bien como querríamos, ni tan bien como podrían estar. Tenemos numerosos problemas, distintos en cada país o región, como siempre ha ocurrido, pero las cosas no están tan mal.

Y sin embargo, decir que las cosas no están tan terriblemente mal se considera una afrenta. Decir que el Apocalipsis no está a la vuelta de la esquina, que Aníbal no está a las puertas de nuestra Roma postmoderna, resulta inaceptable.

El billete de un billón (1.000.000.000.000) de marcos.
Nadie quiere saber que no estamos como la Italia arruinada de la Primera Guerra Mundial, que dio paso a Mussolini. Ni tan mal como la Alemania que se arruinó debido a los Tratados de Versalles, esa Alemania de 1923 en la que un marco de 1917 valía un billón de marcos... un millón de millones de marcos, y donde los que tenían ahorros y los jubilados se vieron sin un céntimo, donde la clase media pasó a la miseria poniéndole la alfombra roja a Hitler. O como Estados Unidos cuando cayó la bolsa y en poco tiempo el desempleo se quintuplicó, la mitad de los empleos pasaron a ser subempleos y el PIB cayó en 40%.

Nadie se interesa porque hoy, donde se oye el grito de que hay brujas, no existe ese hambre que se mete en los huesos y se apodera de todo razonamiento, de todos los sentidos, que se convierte en el único tema para quien la padece, que empapa cada paso y cada gesto y cada mirada. Es de mala educación señalar que no hay esa desesperación que no contempla ya un futuro negro, sino un vacío helado donde sobra uno, sobran los suyos, sobran sus sueños. Resulta ofensivo comentar que no hay ese miedo estremecedor al pasar la mano sobre la cabeza de los hijos, ese miedo a la calle que cuando las cosas están mal parece -y es- una arena de lucha a muerte todos los días.

Tenemos una maquinaria diciéndonos cuán mal está todo. Mucho peor que entonces. Mucho peor que nunca antes. Es la era más negra desde que salimos de África como especie, dicen. Es el fin. Es el Armagedón.

No se trata de una conspiración, sin embargo. No es algo maquinado o planificado. No se trata de unos cuantos malvados de panfleto reunidos en un sótano al que se accede con una contraseña para emprender una labor coordinada. No es un complot.

Es casi una moda, una tendencia, un espíritu de los tiempos capaz de desafiar todos los datos, los hechos, las evidencias, los números... las verdades que se pueden defender con absoluta contundencia... haciéndolas irrelevantes, prescindibles.


¿Verdades, digo? La verdad se ha convertido en un lujo que no podemos permitirnos. Lo dicen desde académicos hasta políticos, desde periodistas hasta profesores, desde taxistas hasta camareros, desde jubilados hasta activistas diversos... desde comunistas levantados de entre los muertos hasta neoliberales avariciosos, desde cristianos literalistas hasta ateos convencidos. La verdad estorba e impide el sollozo colectivo. La mentira es mucho más cómoda y seductora. Y comprensiva. Tanto que la hemos rebautizado como "postverdad". No ha dejado de ser la misma vieja mentira, pero ahora suena más respetable.

La sensación es que todo está peor. Peor que nunca. Nunca hubo más pobreza en España, nunca hubo más desesperación en Estados Unidos, nunca hubo más angustia en Italia, nunca hubo más miedo en Inglaterra, nunca hubo más miseria en Alemania. Y el mundo en su conjunto, oh, hermanos, es la desolación estéril. Nunca hubo más hambre, más desposeídos, nunca guerras peores, nunca hubo menos democracia, nunca hubo más corrupción, nunca hubo más enfermedades, nunca vivimos menos y tan mal como ahora en este planeta, nunca fuimos tan inmorales, tan despreciables, tan indignos incluso de este valle de lágrimas, que dice el libro de los Salmos.

Trate usted de contradecir esta cosmovisión, este zeitgeist perverso, esta convicción bíblica y apocalíptica. Buena suerte.

Tome usted, en cambio, esta realidad imperfecta y diga que es la peor de la historia, señale culpables reales o imaginarios y ofrezca soluciones sencillas e indoloras. Así se edifican las dictaduras en el siglo XXI. Sin siquiera ganar elecciones, que la confusión de las ideas le puede encumbrar incluso desde la minoría. Ni tiene que disparar y arriesgarse a que le respondan del mismo modo. No necesita tener a un pueblo desesperado y sojuzgado, basta que lo convenza de que lo está. Y de que usted conoce el origen de su desgracia. En estos tiempos es fácil. Cualquier dolor busca culpables. Quien quiere el favor popular ofrece culpables. Cualquier grupo bajo asedio se encierra en su cueva y se inventa mitos nacionales, enemigos monstruosos y una desgracia mayor, siempre, que la de sus vecinos. Quien quiere el favor popular levanta banderas y canta himnos.

Y entonces usted puede recoger el fruto mientras otros invocan sin mucho público la razón, los hechos, los datos. Su tarea parece difícil. Algunos la hacen sólo porque nadie sabe cuánto durará la ilusión colectiva y hay que estar preparados para retomar el camino. Si sobrevivimos.

Y porque, claro, la brujería no existe.

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