"Girasoles" de Van Gogh. Museo Van Gogh de Amsterdam. |
Obviamente, este problema no es sólo de los cuadros de Van Gogh, aunque éstos se han utilizado como marco de referencia porque Van Gogh hablaba ampliamente, en sus cartas a su hermano Theo, sobre sus pigmentos, y por tanto es posible saber qué compuestos hay en los cuadros sin tener que rasparlos para someter algo de su polvillo a un análisis, digamos, de cromatografía de gases.
Todo lo cual es interesante y valioso sobre todo porque promete cumplir lo esencial: queremos ver las obras tal como las pintaron los creadores. Queremos tener el máximo acercamiento posible a su experiencia, porque es parte de nuestro legado humano... como queremos que los monumentos del pasado no se conviertan en polvo y tememos que la fragilidad del mármol haga un día que la pierna izquierda del David de Miguel Ángel cedan y esa obra maestra se desmorone incluso allí, en su pedestal de la Galería de la Academia de Florencia.
Miguel Ángel, "David", Galería de la Academia de Florencia. Fotografía ©Mauricio-José Schwarz |
Las copias de los artistas más o menos hábiles que solemos encontrar en los museos trabajando en la imitación lo más precisa posible de las obras originales tampoco son un sustituto satisfactorio de la obra original. Siempre tienen esa sensación de ser el fallido Quijote de Pierre Menard que narrara Borges. Por precisa que sea la copia, no es el autor, no es el momento histórico, no son los aromas, los sonidos, los dolores y las alegrías que motivaron a Gerard Dou o a Durero o al Bosco o a Van Gogh. Que la diferencia sea probablemente indetectable es irrelevante, porque en el momento en que sabemos que es una copia los mecanismos que se disparan dentro de nosotros nos dicen que la diferencia es enorme.
Artista copiando un mármol del Mausoleo de Halicarnaso. Museo Británico. Fotografía ©Mauricio-José Schwarz |
Sólo hay una forma de preservar al máximo las obras de arte tal como están en este preciso instante, y es la reproducción digital a altísima resolución. Las reproducciones digitales incluso nos pueden permitir dar un paso hacia atrás en el tiempo y calcular, según las determinaciones de los químicos y otros científicos, de qué color debió haber sido este tono de anaranjado o de azul en el momento en que fue pintado, analizando con enorme precisión la degradación sufrida por el pigmento en los años transcurridos y bajo las condiciones en que ha estado expuesto, la luz, el hollín de las velas, la humedad y otros factores que van distorsionando la obra de arte desde que se crea.
No sé usted, a mí me tocó la época en que lo digital era considerado frío e impersonal, además de absolutamente provisional. Cuando los torpes inicios de la digitalización del mundo se guardaban en diskettes magnéticos que podían fallar -y fallaban- de manera espectacular y catastrófica, cuando no éramos nosotros mismos los encargados de convertir en confeti térmico el contenido de aquellos frágiles dispositivos.
(Me recuerdo un día completo en mi casa en México, con el escritor y periodista madrileño Luis Méndez, haciendo un primitivo análisis forense de un diskette de 3 1/2 pulgadas donde su más reciente novela había quedado inaccesible, extrayendo párrafo a párrafo y a ratos línea a línea su trabajo para reconstruir el manuscrito mientras filosofábamos sobre la conveniencia de tener siempre copia de seguridad de todo... lección que algunos no han aprendido.)
Vitrales de Sainte Chapelle, París. Fotografía ©Mauricio-José Schwarz |
Quizá en versión digital, durarán más tiempo Van Gogh y Miguel Ángel, el Partenón y la ciudad de Angkor Vat, y más trabajos como el poema de amor más antiguo que conocemos, de la mujer que le cantaba a su amado en Ur hace 4 mil años:
Esposo, déjame acariciarte,
Mi preciosa caricia es más sabrosa que la miel,
En la recámara, llena de miel,
Déjame disfrutar tu bondadosa belleza,
León, déjame acariciarte.