La sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en La Habana. |
No exagero. Lo juro por las noches en el asombroso ático de Juan Carlos en el Vedado.
Y lo supe con claridad, lo he contado, aquella mañana de 1989 cuando el agregado de prensa de la embajada de Cuba en México madrugó para recibirnos (a quienes formábamos un grupo de editorialistas que hacíamos desayunos políticos en el Hotel Reforma), con un pulcro expediente que explicaba por qué Cuba había fusilado a Arnaldo Ochoa. No sé con quién entraba yo al restaurante del hotel cuando vimos al diplomático cubano, pero ese compañero me dijo: "Ya fusilaron a Ochoa". De allí en delante, todo era cuesta abajo conmigo, lo admito.
Alguna vez conté mal que esta noche en concreto había ocurrido en el Encuentro Tres Fronteras de La Habana. Error mío. El Tres Fronteras había sido el año anterior, y allí anduvimos con autores estadounidenses de contrabando por La Habana y en memorable visita a la Finca Vigía de Hemigway, y fue la ocasión de mi nanoparticipación en el tráfico de moneda en la isla, años en que el dólar estaba prohibido para el cubano de a pie. Esta vez era 1992 y estábamos allí invitados a la Feria del Libro de La Habana. Recuerdo que nos alojábamos en los gemelos hoteles Tritón y Neptuno, y que el día de la marejada vi venir, saliendo de las olas visibles entre los dos hoteles, la redonda figura de Manolo Vázquez Montalbán, que se había ido a nadar jugándose el pellejo. Le dije que estaba mal de la cabeza metiéndose a un mar así, pero él me hizo a un lado con "El agua está cojonuda" y se fue a desayunar.
Los hoteles Neptuno y Tritón. |
Esa marejada inundó la Casa de las Américas, lo cual afectaba la entrega de los premios de esa institución cultural. La ceremonia programada para esa noche fue trasladada a toda velocidad al Hotel Habana Libre. Me salto muchas anécdotas para poder llegar a donde promete el título, que hasta ahora, lo sé, se ve como un objetivo lejano. Pero el Comandante, el Caballo, Alejandro, Fidel, pues, estaba allí, omnipresente. Estuvimos muy serios, escritores internacionales invitados, en la entrega de premios, cuando pasó uno de los responsables de la feria a decirnos que no hicíeramos planes para cenar. Un-dos-tres, vuelta... no, para el otro lado. ¿Qué significa eso? Buscamos a uno de los amigos cubanos para que tradujera. "Esta noche vamos al Consejo de Estado", explicó uno, que hoy es famoso, pero mucho, como si eso dejara claras las cosas. "Que cenamos con Fidel", dijo otro que, con más viajes a México, tenía más clara nuestra perplejidad.
(Un día tendré que contar cuando, en ese mismo viaje, nos invitó a cenar a la embajada de México ni más ni menos que Mario Moya Palencia, entonces embajador ante el gobierno de Castro y que de 1969 a 1976 había sido Secretario de Gobernació -Ministro del Interior- y responsable de la represión en México, dueño, pues, de nuestros expedientes de jóvenes estudiantes rebeldes y rojos, cosa que comentaba muy divertido en la cena, pues por entonces se sentía escritor.)
Terminada la premiación, efectivamente, nos subieron a un autobusito y nos depositaron en la plaza del Consejo de Estado, desde donde se nos condujo a una enorme sala de espera donde estaban, además, un congreso internacional de médicos en pleno y una delegación enorme de la patronal mexicana, la COPARMEX, que venían a ver si invertían en la Cuba a la que la URSS acababa de dejar sin su paga mensual y donde no había ni para comer, ni para vestirse ni para mantener las luces encendidas toda la noche. Era, pues, el Período Especial en su momento más gélido.
Después de una espera que recuerdo prolongada, nos pusieron en fila, cosa que confirmaba la conclusión a la que habíamos llegado en el ático de Juan Carlos, la única verdad sólida que habían dado años de debate profundo: "Independientemente del modo de producción, la burocracia es una mierda". Y la burocracia tiene como uno de sus rasgos distintivos la fila en instalaciones gubernamentales.
La sede del Consejo de Estado en La Habana. |
Claro que si yo decidía saludar al segundo y preguntarle si no le daba vergüenza lo que había pasado de 1959 hasta ese momento, iba a provocar un incidente diplomático de consideración, y mi embajador era quien era. Así que opté por saludar al mito, sin decirle al comandante que era evidente que todo lo que venía anunciado en el empaque de la revolución cubana era más falso que un tratamiento de cosmética francesa de mil euros.
El poeta Roberto Fernández Retamar recitaba nombres, Fidel saludaba de mano y sonreía, y un atareadísimo fotógrafo tomaba la instantánea del momento. Escuché la gravísima voz de Roberto: "Mauricio Schwarz, mexicano, escritor y periodista", y Fidel sonrió y yo le di la mano y nos tomaron la foto. Las relaciones México-Cuba habían sobrevivido a mi fugaz imagen de rebelde de la rebeldía. Le pregunté a uno de los amigos por la foto. ¿No era raro tomarse una foto con cada uno de los asistentes? Me explicó que si alguno de nosotros llegaba a ser tremendamente famoso, tenían la foto para el Granma demostrando que Fidel era amiguísimo nuestro. Mi foto, por supuesto, languidece por algún lugar del Minint.
Roberto Fernández Retamar, que había sido agregado cultural de la embajada de Cuba en México |
Conozco el sistema. Los periodistas, y en particular los divulgadores científicos, lo usamos como parte del oficio: obtienes muchos datos incompletos pero bien vertebrados, y los hilas dando un panorama general que es verdad en lo esencial y da una idea bastante buena, con las metáforas y juegos de palabras del caso, de lo que estás tratando de transmitir, especialmente cuando estás tocando temas difíciles para el público en general: cuántica, materia oscura, epigenética. Pero uno sabe que está vistiendo a la realidad con cierto ropaje para llevar una parte del conocimiento a sus lectores. Lo peligroso sería que, luego de leerse cuatro papers y doce notas periodísticas sobre seguridad nuclear para un artículo, se creyera uno capaz de ponerse al frente de la seguridad de la central nuclear de Garoña.
Que era lo que hacía Fidel. Tan desbordante como su carisma era su arrogancia, su sensación de infalibilidad. Recordaba yo casos contados por los amigos, donde después de una explicación somera Fidel se consideraba experto en robótica (software y hardware) y tomaba decisiones que al final resultaban desastrosas. Y lo mismo en genética ganadera (algo hay de una brillante idea de cruzar ganado lechero con cárnico). En fabricación de lápices (la de Batabanó es histórica). En cultivo de mandanga, en aeronáutica, en producción editorial, en recetas de jambalaya y en geopolítica de países donde nunca puso un pie.
Fidel con Fraga precisamente en 1992. |
El resto de la noche fue comer y hablar. Fidel se disculpó por lo modesto del banquete (había de todo menos langostas, recuerdo) y lo atribuyó al Período Especial sin atribuirse él su casi total responsabilidad de que Cuba hubiera llegado al día de la disolución de la URSS sin ninguna capacidad de maniobra propia, y que acabara siendo salvada por los terribles y voraces hoteleros españoles atraídos por, hágame usted el favor, Fraga. Nosotros hablamos de cosas y Fidel, sin comer un bocado, se apostó en el dintel de una puerta, dos escalones por encima de nosotros, entre dos guardaespaldas impresionantes, más altos que él, hieráticos y sólidos. Allí atendió a quien quiso acercarse a hablarle, a saludarle, a pedirle u ofrecerle, como cualquier visitante a la corte, acercándose al trono para saborear el poder vicariamente o para hacerse con una esquinita del mismo, de ese manjar inmenso que es la omnipotencia. La fila ante Fidel nunca menguó mientras duró el convite.
Dos o tres horas después, el asunto se dio por terminado. Cuando salimos a la noche habanera, uno de mis amigos mexicanos se encontró con Tomás Borge, el comandante sandinista, y lo saludó efusivamente. También saludé a Borge, pese a que ya para entonces habían perdido toda autoridad moral con el saqueo de 1990, la "piñata" sandinista donde los revolucionarios se asumieron sin vergüenza alguna como oligarcas. Si hubiera sabido que Borge estaba por publicar un libro en el que loaba a Carlos Salinas de Gortari, presidente mexicano que destrozó al país en su enloquecida carrera por alcanzar la relevancia internacional como gran líder neoliberal, a él sí que le hubiera negado la mano. Pero uno nunca sabe cuán hijos de puta pueden ser los hijos de puta, qué le vamos a hacer.
Ah, sobre los amigos, los proverbiales amigos cubanos, los entrañables aunque a veces farragosos y expansivos amigos cubanos... de todos aquellos quedan en la isla dos, acaso tres. Los demás, en Canadá, en España, en Alemania, en Bélgica, en Estados Unidos, algunos murieron, los menos. Se les quiere.
Y que te lo cante Willy Colón.