5.1.19

El 6 de enero de Fernando

Ésta es una historia personal, de interés acaso para mi familia, quizá para algunos pocos otros. Es una historia de Reyes Magos, empieza y termina al amanecer de un 6 de enero. Y no es épica, así que no sé si le interese a usted. Porque aquí no va a encontrar las diatribas políticas en las que luego me embarco, ni mis observaciones lejanamente interesantes, medianamente originales y aldeanamente eruditas -a veces- sobre arte y música, ni denuncias contra la superstición ni nada más que una historia más bien pequeña de gente más bien irrelevante. De esa gente que uno ve en la calle y cuando mucho distingue que es como uno, común y corriente.

Por ello, quizá le venga bien ahorrarse el tiempo que invertiría en esta entrada y buscar mejor textos sobre gente importante, no aldeanos asturianos y sus modestas familias.

Habiendo hecho la advertencia, voy a hablar de un hombre al que no conocí pero al que conozco bien. Se llamaba Fernando Huerta Turanzas y era mi abuelo.

La noche del domingo 5 de enero de 1930, Fernando y su esposa Sofía prepararon, como todos los años, la celebración del día de los Reyes Magos, con regalos para sus hijos, cuyas edades iban desde una joven de 19 años hasta una pequeña que apenas empezaba a caminar. Con las 7 niñas y los 4 niños ya en la cama, nerviosos por los regalos que encontrarían al día siguiente junto a sus respectivos zapatos (como se estila en México), dispusieron además una mesita con cinco copas con posos de jerez y migajas de galletas. Esa evidencia forense demostraría al día siguiente a sus asombrados hijos que un año más los Reyes Magos habían visitado su casa, habían tomado un jerez y galletas con Fernando y Sofía y habían dejado los obsequios respectivos.

Para Fernando, el 6 de enero era la fiesta más importante de la familia, y la preparaba y celebraba cuidadosamente, me dicen, me cuentan, asegurándose de que todo estuviera listo antes de irse a la cama.

Fernando ya no despertaría. Murió durante la noche del 5 al 6 de enero. Como en una tragedia artificiosa, pero con la frialdad de la contundente realidad, Fernando se iba el día que más apreciaba y dejaba además a una mujer y a unos hijos que no tendrían fácil la supervivencia, historia que ya he contado en parte.

Allí conté algo de este hombre con quien el único parecido que guardo, o al menos de ello trato de convencerme, está en las manos. Su rostro más bien redondo tiene un aire común a muchos de la zona donde nació alrededor de 1870, en Palaciu o Palacio, barrio de Ardisana, en el concejo de Llanes, en Asturias.

Lo que había que hacer en Palaciu era trabajar en el campo: huerta, maíz, cabras, cerdos, quizá vacuno, borregos, fabes. Vida de campesino, pues. Mi origen es el de un linaje de labriegos de una zona agreste de multitud de cordilleras que anuncian, apenas un poco al sur, los imponentes picos de Europa. Mis bisabuelos, así lo hizo constar Fernando en su acta de matrimonio con Sofía, fueron Miguel Huerta, de oficio labrador, e Isabel Turanzas.


Ésta es la foto por la que conocimos toda la vida a mi abuelo Fernando. Pelo entrecano, bigote bien recortado, un apetecible bombín en la izquierda y mirada apartada del fotógrafo. Una copia de esta foto estaba siempre en los alrededores de su mujer, Sofía.

Dicen, no lo sé, que la costumbre era que la escasa hacienda de la familia la heredara en exclusiva el mayor de la familia, porque subdividir eternamente la heredad entre toda la prole era simplemente mal negocio. Y Fernando no era el mayor de la familia, porque llegado a los 18 años o por allí, la familia le dio algo de dinero, un traje nuevo, un pasaje en un vapor y una recomendación para algún pariente ya asentado en América, en este caso en México, para que fuera a deslomarse por allá porque en casa no había ni siquiera un modo de deslomarse trabajando honradamente.

A México fue y allí se quedó. Trabajó como trabajan todos los inmigrantes: mucho, muchas horas, con muchos sacrificios y ahorrando para algún día tener su propio negocio. Empezó en Yucatán y acabó en la Ciudad de México. Esto me lo cuentan y me lo imagino, porque los detalles son imprecisos. Ni siquiera se sabe qué día de 1890 o 91 bajó con su equipaje y su asombro del barco listo para enfrentar un mundo nuevo, donde la gente hablaba raro, tenía una moneda rara, comía cosas raras, se trataba de modo extraño y se reía distinto de cómo se reía en Asturias, aunque con el mismo entusiasmo sincero. Nunca volvió a Asturias, como volvieron tantos que crearon la leyenda del indiano, a hacer una casa grande con misteriosas palmeras, muchas veces casados con alguna mujer morena igualmente misteriosa.

Trabajó, hizo una modesta fortuna y por ahí de 1909 pidió la mano de su vecina, una chiquilla de 15 años que quedó horrorizada ante la idea de casarse con el vecino español bigotón y casi cuarentón. Porque Fernando le pidió la mano a su madre, a mi bisabuela Dolores. La niña allí no tenía voz ni voto. La señora Pineda concedió la mano de la pequeña Sofía y se fijó el matrimonio para el 10 de mayo de 1910. Luego tendrían que aprender a quererse, que para entonces ni siquiera se conocían.

(Así se hacían las cosas entonces. Han mejorado, digo yo, aunque estos dos tuvieron suerte y aprendieron.)



Fernando instaló una tienda en la que vendía productos que traía de España, y después adquirió una cantina que aún existe en el centro de la Ciudad de México, "El gallo de oro", inaugurada en 1874 y que hoy tiene la distinción, dicen, de ser la más antigua de la urbe, con su respectivo sitio en Foursquare y Tripadvisor. La cantina pasaría a otros dueños dos años después de la muerte de Fernando.

Pero si de tener se trataba, más que riquezas lo que a Don Fernando le gustaba era tener hijos. Tuvo 12, de los que, como se decía entonces, "le vivieron 11". Cuando estaba en la labor de tener muchos, por el año de esta foto, principios de la década de 1920, consiguió traer a México a su madre Isabel para que viera lo que su rapaz había hecho al otro lado del charco, lo que Miguel, su padre, ya no podía ver. Aquí está con su esposa, su madre y sus siete primeros hijos.


Con otros asturianos, el 7 de febrero de 1918 formó una asociación para crear un equipo de fútbol que ayudara además a fomentar la unidad de los emigrados de su tierra. La primera actividad del Club Asturias, sin embargo, fue una romería al estilo asturiano, "la Jira", el 18 de julio de 1919, a lo que siguieron los primeros partidos del club en el futbol amateur mexicano y su primer trofeo en 1920. Un año después, el 14 de agosto de 1921, se creaba el Centro Asturiano de México, con don Fernando en calidad de tesorero fundador. En la temporada 1922-23, el Club Asturias conquistó el primer campeonato de Fuerza Mayor/Liga de la recién creada Federación Mexicana de Fútbol.

No sabemos si don Fernando siguió implicado con el fútbol, pero sin duda, por las historias que se cuentan, siguió siempre en las romerías. Aquí lo vemos en el extremo derecho, medio fuera de cuadro, en la directiva de 1925 del Centro Asturiano.

  

Era, me dicen, nos dicen, fabulan, nos cuentan, hacen leyenda, tan sabio como lo puede ser un campesino reconvertido en magnate de segundo nivel, un rico pobre, pero era sobre todo un buen hombre.

Me pregunto si sería necesario contar hazañas más allá de "fue un buen hombre". Para mí allí terminaría toda justificación de su memoria. No hay más. No ganó batallas (así se quejaría años después León Felipe en su "Qué lástima" de no haber tenido "un mi abuelo que ganara una batalla") pero era un buen hombre. No dejó huella demasiado profunda en su sociedad, ni un libro, ni un invento... pero era un buen hombre. Sobrevivió a una revolución en un país ajeno, asunto que siempre tuvo presente pues en las actas de nacimiento de sus hijos, en la parte de comentarios que casi siempre quedan en blanco, él siempre señalaba: "El compareciente pidió que se haga constar en esta acta que conserva su nacionalidad española", o palabras similares... era otra forma de ser un buen hombre.

Un día, dos de sus hijos, vestidos -me decía mi abuela- con impecables trajecitos blancos, como en perpetuo día de primera comunión, hicieron alguna trastada infantil. Fernando enrolló el periódico que leía y se puso a perseguirlos alrededor de una mesa de alambrón para darles unos azotes a modo de castigo. En la persecución, algún golpe con el periódico conseguía acertar el fornido comerciante. Al mover el periódico enérgicamente, la mano de Fernando rozó el alambrón de la mesa y se hizo un corte sin siquiera percibirlo. Al acertar el siguiente periodicazo en la espalda de uno de los perseguidos, el movimiento hizo volar su sangre y manchó la blanca tela de la espalda del niño.

Me cuentan que Fernando se derrumbó, pensando que había hecho daño, realmente, a uno de sus hijos, arrepentido y aterrorizado consigo mismo. Supongo que le tomó pocos segundos pensar que ningún golpe con un periódico enrollado podría causar heridas así en un niño, o bien miró el tajo en el dorso de su mano y se dio cuenta de lo que realmente había pasado. En todo caso, jamás volvió a usar los castigos físicos que allá a principios del siglo XX eran la pedagogía aceptada y recomendada por todos los expertos.

Un buen hombre.

Sus nietos no lo conocimos. Imposible. Pasarían años desde su muerte para que naciera el primero, décadas para que naciera el último. Menos aún sus bisnietos. Ni los tataranietos que ya pueblan el siglo XXI. Y, sin embargo, hay una peculiar permanencia de Fernando entre todos los suyos que no lo conocimos.

Palaciu, Ardisana, Llanes
Me dicen (no lo sé de cierto), que sus parientes siguen celebrando una misa por Fernando cada 6 de enero allá en Palaciu, donde he estado algunas veces, silenciosamente. Se habla de él con la familiaridad dedicada a quien se ha conocido y con quien se ha compartido una comida, un café, algunas risas, una afición futbolera. Existe insistentemente 89 años después de su muerte. Y para algunos tiñe, inevitablemente, la celebración de los Reyes Magos, aún sin creer ni en reyes ni en magos ni en dioses y en epifanías. Lo cual no es grave pudiendo creer en Fernando, el hijo de Miguel e Isabel, y en el acertijo de su incesante presencia.