19.11.17

Justicia, venganza


 

Leo con incomodidad tuits de Arran (la organización independentista comunista juvenil catalana) y del responsable de Garantías de Podemos Cataluña festejando la muerte de José Manuel Maza, Fiscal General del Estado desde noviembre de 2016. Maza era un abogado conservador, un hombre muy de derechas y alguien que, como juez, fue responsable de varias decisiones muy poco populares, como la de la negativa a la absolución del Juez Baltasar Garzón en 2012.

Otra resolución de Maza como juez generalmente olvidada por algunos cuya memoria es una amante infiel, fue la negativa a admitir a juicio la querella del pseudosindicato "Manos limpias" contra los dueños de Podemos, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, por financiación ilícita de Irán y Venezuela.

En todo caso, Maza habrá sido alguien con una visión política que algunos podemos considerar repugnante, pero en modo alguno un asesino, un violador, un torturador o un represor de una dictadura.

Es cierto que uno no puede decir "no le deseo la muerte a nadie" porque finalmente, nos describió muy bien el brillante Clarence Darrow, el abogado defensor del juicio Scopes (interpretado por Spencer Tracy en Heredarás el viento):
Todos los seres humanos tienen una emoción de matar; cuando alguien les desagrada fuertemente, involuntariamente desean que estuviera muerto. Yo no he matado nunca a nadie, pero he leído algunas notas necrológicas con gran satisfacción.
Clarence Darrow, a la izquierda, frente a su adversario William Jennings Bryant durante el
"Juicio Scopes" de 1925 en Dayton, Tennessee sobre la enseñanza de la evolución.
Es vergonzoso, quizá, pero cuando uno lee sobre la muerte de un ser humano especialmente repugnante, cruel o inhumano, siente cierta satisfacción. Para los muy religiosos, está la esperanza de que esa persona, sobre todo si logró cierta impunidad para sus atrocidades en vida, enfrente al fin una justicia ineludible: la de una u otra deidad. Para otros, puede ser simplemente dejar salir una exhalación de alivio porque ya no podrá afectar a más víctimas o porque, en todo caso, sus víctimas seguramente sentirán alguna liberación.

Yo traicionaría a la verdad si no admitiera un cierto júbilo ante la muerte de personajes como Gustavo Díaz Ordaz, Augusto Pinochet, Idi Amín y, por supuesto, Francisco Franco, que representaba el fin del exilio para muchos de mis profesores y los padres de mis amigos, y que celebramos en el Centro Republicano Español de la Ciudad de México sin ninguna vergüenza.

Quizás la enormidad de los crímenes de personajes como éstos disculpe un poco, al menos, el regocijo por su desaparición de la faz del planeta. No lo sé y admito que, en estricta posición moral, quizá no haya disculpa.

Pero la distancia entre esos crímenes y las faltas, características o posiciones de alguien como Maza es tan enorme que no hay equiparación posible salvo en las mentes, las visiones, las claras falencias morales de algunos que ocupan puestos incómodamente altos en el panorama político.

Estamos viviendo un claro proceso de radicalización populista y simplificación intencionada. Una especie de reducción del mundo a una estampa bidimensional en alto contraste donde no hay grises, colores, tridimensionalidad ni contexto.

Cuando leemos a algunos veganimalistas exigir que un maltratador de animales (o un científico que usa animales en su experimentación, o un cazador) sea despedido, ostracizado, infamado para toda la vida, torturado, desollado, quemado vivo y luego sus huesos sean malditos en ceremonia pública, la imagen es de un exceso donde se ha perdido toda proporción entre la falta y el castigo, y se ha dado por cancelada toda valoración de la vida humana.

Muchas faltas menores o no especialmente graves son consideradas, por mucha gente (no hay forma de saber cuánta, pero no son pocos dado su impacto en las redes y en los medios), suficientes como para pedir castigos tan enormemente rigurosos que no se imagina uno qué castigos podrían estos mismos grupos proponer para los culpables de atrocidades mucho mayores. ¿Qué castigo merece un violador y torturador en serie si se propone que quien toca indebidamente a una persona una vez sea condenado a tortura y muerte?

Roland Freisler preside el "tribunal del pueblo" en 1944.
Toda proporcionalidad parece haber salido por la ventana entre algunos grupos que se han arrogado la representación en exclusiva de toda moralidad, que dictaminan juicios tan rigurosos que recuerdan al infame juez del Reich, Roland Freisler. Y ni pensar en que un infractor se arrepienta, pida perdón o se rehabilite al reflexionar sobre su conducta pasada. Toda condena es a perpetuidad y sin posibilidad de reinserción. De acuerdo al "Principio de la purísima concepción", el que ha pecado una vez ya es pecador para siempre y debe ser apartado de la buena sociedad sin piedad alguna, exiliado y desterrado como la familia de la película La bruja. Sólo los absolutamente puros son admisibles, y siempre bajo la vigilancia constante de los nuevos guardianes de las esencias no sólo políticas, sino morales y jurídicas.

Y la metáfora no es gratuita, parecemos estar en medio de un renacimiento del puritanismo, si no religioso sí político y social, donde el descubrimiento de toda falta comporta un enorme escándalo (siempre y cuando la cometa el enemigo) y una fingida sorpresa que pretende que los seres humanos no son falibles, imperfectos, que suelen caer en tentaciones por más que se arrepientan después. Que muchos han robado así sea un chicle en su niñez, que han dicho cosas incorrectas, que han actuado de modo tal que se avergüenzan y arrepienten, que los humanos son humanos.

El juicio puritano que expulsa a la familia en La bruja.
Nada de esto se debe interpretar (y ya es triste tener que advertirlo) como un intento de que eludan el máximo castigo que la ley dispone quienes cometen delitos graves. Pero esta sugerencia que corre por debajo de toda la indignación sobredimensionada de quienes festejan la muerte del que opinaba distinto y quieren llevar al cadalso a quien comete cualquier falta revela el deseo de que la venganza sustituya los mecanismos de la justicia, que la furia o simpatía de las chusmas linchadoras ocupen el lugar de la valoración serena de los hechos con garantías para todos los implicados.

Decía el independentista mexicano José María Morelos y Pavón, al sugerir las bases del futuro país, que debían partir de que "la buena ley es superior a todo hombre". Y es cierto. Donde alguien mataría a quien dañara a su familias o a gente que le es cercana, y lo justificaríamos, debemos defender también que la ley no condene a muerte a nadie, por consideraciones diversas y convincentes que van mucho más allá de nuestro legítimo dolor personal. Donde cualquiera de nosotros querría que un asesino permaneciera en la cárcel para siempre, de preferencia en condiciones de máximo sufrimiento permanente, también debe defender que las prisiones sean lugares donde se reinserte y rehabilite a quienes puedan rehabilitarse, en lugar de ser, como lo fueron casi siempre, escuelas de delincuencia donde el pequeño ladrón sale convertido en potencial asesino.

José María Morelos y Pavón.

Parte de esa idea es que el castigo sea adecuado a la falta. Y que se respete la humanidad incluso del más deshumanizado de los delincuentes, para confirmar la superioridad moral real de la sociedad por encima de sus peores integrantes. Esto, que no está presente en los juicios instantáneos de las redes convertidas en turbas sin ley, parece una de las serias carencias educativas que sufrimos, donde hace falta una sólida educación para la ciudadanía. Confundir el deseo de matar con la posibilidad real de hacerlo (así sea en nombre de una sociedad mejor) o, al menos, chocar las copas de cava porque ha muerto un adversario político, suena finalmente a advertencia para que quienes rodean a los nuevos inquisidores piensen lo que deben, callen si disienten y sepan que algunos están dispuestos a convertir la justicia en su propio reino del terror, si se tercia.

14.11.17

Los papeles del infierno


El tema de los papeles de Panamá y los papeles del Paraíso es enormemente deprimente.

La mayoría de la gente no sabe cómo funciona ni el esquema fiscal ni el legal respecto de las grandes fortunas y las empresas que se pueden fundar en distintos lugares del mundo, de modo que no tiene la información necesaria para entender la gravedad del problema.

Los medios de desinformación, a izquierda y derecha, se limitan a presentar los casos puntuales que les dan asidero político, sin explicar qué está pasando: "Fulano de Tal puso una empresa en tal sitio geográficamente misterioso para comprar tal cosa ahorrándose millones de euros en impuestos y por tanto mi partido tiene razón". Y los nombres y las cifras se desgranan sin contexto alguno, evocando el escándalo y el "te lo dije" y el "laculpaesde" que es lo que más nos gusta.

Pero no sirve de un carajo.

El hecho real es que la mayoría de los casos que los medios han movido son perfectamente legales. El que lo sean es lo que resulta preocupante. Es decir, las grandes fortunas, igual que el del taller de bicicletas, hacen lo que pueden para pagar los menos impuestos posibles, en general legalmente. Eso es "eludir" impuestos, no "evadirlos" que es sancionable.

Entender que es legal que tengas una empresa que es dueña de otras cuatro empresas y que la empresa dueña pueda aprovechar ventajas fiscales para pagar menos de lo que pagarías si tuvieras el dinero en lugar de la empresa es sólo el primer paso. Nacho Escolar no quiere que sepas eso.

Porque el segundo paso es entender que estos esquemas que sirven para que los megarricos no paguen impuestos tienen otras funciones que son absolutamente deseables para la promoción de la actividad económica, para crear empleos, para promover la innovación (vale, algunos no, se han creado precisamente para que los ricos paguen menos). Que se usen ilegítimamente presenta un problema legislativo complejo: cómo mantener los beneficios de un concepto como la sociedad anónima sin que el esquema se use abusivamente. Es tan complejo que nadie lo ha podido resolver.

Es decir, el problema es conocido por economistas, legisladores y políticos, pero se da la impresión de que todo el asunto era supersecreto nivel peli de James Bond y lo descubrieron ayer unos periodistas heroicos con barbita y que salen en los medios más que Justin Bieber. El público se queda con la idea de que el asunto es, como siempre, simple y sencillo, en blanco y negro y los malos son todos malos y los buenos somos las víctimas ineludibles que sólo tenemos como esperanza a [inserte al líder del periodista en cuestión].

Y es un problema complejo. Y no se trata de que todos sean delincuentes, ni se trata de escandalizarse. Es que los megarricos, y sobre todo las empresas más poderosas, están pagando menos de lo que deberían... y esos recursos son sanidad, educación, red de protección social, servicios, bomberos y todas esas cosas que nunca son demasiado.

Pero mañana los medios de comunicación del periodismo de partido olvidarán el tema porque ya no les sirve. Probablemente no hay nada más importante en este momento que hacer que las grandes fortunas paguen sus impuestos. La fracción socialdemócrata del europarlamento calcula que deben 2.000 euros por cada habitante de la UE, es decir, más de un billón -real, un millón de millones- de euros al año... cantidad que permitiría hacer de la UE un espacio con educación plena, sanidad plena, vivienda plena y dignidad plena.

Más importante que independencias de flequillo, que corrupciones de mercadillo y que antimonarquías de baratillo que son lo que adorna el comedero de los que en política estorban más que ayudan.

26.10.17

A veces pienso en los comedores de patatas

Los comedores de patatas (De Aardappeleters) de Vincent Van Gogh (1853-1890).
Óleo sobre lienzo, 82 cm x 114 cm, pintado en Neuen en 1885.
Imagen del Museo Van Gogh de Amsterdam.
A veces pienso en los comedores de patatas.

No sólo en el cuadro. Pienso más bien con frecuencia en ellos, en los comedores de patatas sin mayúscula ni comillas, en los cinco, en las tres generaciones de campesinos holandeses de fines del siglo XIX que comen sus patatas y toman su café a la luz de una pobre lámpara.

Pienso en el olor de su ropa después de un día de trabajo en el campo, después de semanas de trabajo en el campo... ¿cuántos pantalones, camisas, vestidos tendrían? El de diario, el de domingo para ir a la iglesia... ¿algo más?

Pienso en el sabor de su café amargo y en cómo la joven mira al hombre, buscando sus ojos mientras clava el tenedor en su patata en el plato. Pienso en el trabajo diario que explica las manos huesudas, cansadas, muy probablemente sucias que nos muestran todos. En la dignidad que afirma su mantel. En su calidad de sagrada familia más sagrada que las fantásticas que puedes encontrar en las iglesias, relamidas y envueltas en incienso picante.


A veces, claro, pienso en el cuadro. Y en el pintor, que me es entrañable. En las enérgicas pinceladas de Van Gogh, en las cartas donde cuenta que pasó un invierno estudiando manos y rostros para llegar al fin a estos cuatro, el destilado de tantos campesinos holandeses a los que visitó buscando historias a las que dar voz, a esas siete manos angulosas y sinceras. Y pienso cuando cuenta que quería mostrar a estas personas "que comen sus patatas a la luz de su pequeña lámpara, han laborado la tierra ellos mismos con estas manos que están metiendo en el plato, y eso habla de trabajo manual y — de que por tanto se han ganado honradamente su comida".

Eso es contexto. Pero pienso que es más. Ganarse honradamente la comida no es contexto, es ser como se debe ser para no bajar la mirada ante el plato con la vergüenza del ladrón. Es lo que haces con tu honradez.

Pienso en lo que hay detrás de los ojos de los cuatro actores a los que vemos. ¿Qué piensan sobre la niña que nos da la espalda, hija, sobrina o nieta de uno u otro de los congregados en la cena? ¿Se atreven a soñar, ya es 1885, que ella no tenga que ser miserablemente pobre, que el día de mañana no tenga que cenar sólo patatas y café amargo con una lámpara apenas suficiente? ¿Se atreven a especular, como campesinos, que las reformas que algunos intentan allá, en la ciudad, se pueden convertir en sus derechos, sus libertades, su voz, su voto, sus oportunidades, su dignidad, su educación, su salud, una batería de leyes que impidan que su vivienda sea un peligro, que su trabajo los mate, que su aire se envenene, que el odio mande en la calle, que sus hijas sean sólo siervas de sus maridos, que sus hijos estén condenados a repetir el bucle de su miseria? ¿Que sus herederos alimentarían al mundo y sus patatas se cultivarían vigiladas por máquinas voladoras que se controlan desde colosales cosechadoras, de modo que cultivar honradamente su comida ya no exigiera que sus huesos adoptaran las formas que pintó cuidadosa Vincent, esforzadas, exigidas, con las venas en pie de guerra?


¿Cómo pensaban el futuro, cómo lo querían? ¿Imaginaban que podían crearlo ellos con su labor o que simplemente ocurriría? ¿Hasta dónde se atrevían a imaginarse distintos en un tiempo diferente, a imaginar otro mundo, a querer una vida que fuera mejor pero, claro, sin ofender a dios, que gusta del ascetismo, ya fueran católicos --apenas legitimados en la Holanda ilustrada-- o protestantes, probablemente calvinistas? ¿El "sudor de tu frente" y el "parirás con dolor" del Génesis les resultaban un sino ineludible o el brillo de algún ojo del óleo del artista nacido en el sur podía albergar la audacia de liberarse de los castigos impuestos por un dios de un desierto lejano, un desierto que nunca verían ellos, que sus ancestros no vieron tampoco?


Ese hombre con el perfil tallado por el clima cuya mirada se pierde en la lejanía con pocos trazos, ¿qué diría al ver el futuro, este futuro imperfecto, cuestionable, difícil, peligroso, que se ha forjado en los 132 años pasados desde que Van Gogh lo retrató... ese futuro sin embargo tanto mejor que el presente que fluía alrededor de su mesa, entre los suyos? Y la niña apenas presente, el futuro en la sombra que domina el primer plano del cuadro con su amplia falda, ¿era atrevida pensándose mañana, cuando, no sé, hubiera guerras más feroces que las del pasado, pero que podrían llevar a décadas sin guerras en la históricamente convulsa Europa ya cansada de muerte? Si tuviera 10 años al ser pintada, a los 70 habría visto el fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿Podía ser algo más que lo que veía a su alrededor, el retrato que ante ella se trazaba de su futuro como mujer joven y mayor, comiendo patatas eternamente en la penumbra?


Y el viejo con su café, ¿se habría sentido cercano a aquél otro viejo ateo y humanista que me recibió en su casa en Amsterdam porque venía yo del otro lado del océano a hablar con otros humanistas y me presumía sonriente el carné que lo identificaba como veterano de la resistencia holandesa, experto en explosivos, que dedicó cinco años de su juventud a jugarse la vida para librar de los nazis a familias como ésa que Van Gogh pintó con "algo como el color de una patata realmente polvorienta, sin pelar, por supuesto", como le dijo a su hermano en carta?

A veces pienso en "Los comedores de patatas" y pienso en mi abuelo, heredero de una pobreza histórica y por ella lanzado en esos tiempos, 1885 o poco después, a buscarse la vida en un continente misterioso y desconocido. La mujer que sirve el café podría haber sido mi bisabuela, esa mujer que sólo he atisbado en dos fotos, en una de ellas vestida con el típico traje asturiano de la mujer de campo. No sé si plantaba patatas en las laderas de Llanes, pero sé de su vida de poca biblioteca, poca escuela, poco medicamento y mucho trabajo, mucha iglesia y mucho obedecer.


Pienso en ellos y pienso que sólo podemos ir al futuro si tenemos muy claro todo lo que nos separa de los comedores de patatas, pero alertas a que todo ello no logra, ni siquiera un poco, impedir que nosotros seamos ellos y que ellos sean nosotros... que quien lee esto y quien lo escribe podríamos sin más estar sentados en esa mesa, con esos olores, con esa ropa y ese destello en los ojos dentro de nuestra asfixiante vivienda... y que cualquiera de ellos, que nos miran sin mirarnos, podría estar hoy esperando el tranvía en la calle Paulus Potter, ante el Museo de Van Gogh que guarda el cuadro, leyendo acaso un blog como éste en su teléfono y pensando en el futuro de su familia. Esa mujer del café podría ser médico en el hospital Antoni van Leeuwenhoek y aficionada a las series de ciencia ficción. Esa niña podría ser cualquier niña en la escuela.

A veces pienso que nunca debemos olvidar que somos los comedores de patatas.



10.10.17

Te independizas de mí


No me digas que te independizas del "estado español" o del PP o de las leyes que no te gustan.

Te independizas de mí.

Puedo no querer al PP, o puedo querer cambiar las leyes, muchas leyes, para que todos estemos mejor, vivamos más felices, puedo pensar en un futuro mejor construido por todos los que padecemos lo mismo y soñamos, o eso pensaría uno, lo mismo. Y para los que vienen.

Pero me estás diciendo que ese problema es mío, no tuyo.

Porque yo vivo aquí o allá y tú allí.

Me dices que te bastas haciendo tus propias leyes y que yo me las arregle con las mías, sin tus votos, sin tu apoyo, sin tus diputados, sin tu voz en las calles, sin tu militancia sindical, sin ti. Me dices que tú te forjarás una vida mejor con mejores leyes y mejor convivencia pero sin mí. Me dices, pues, que yo soy un obstáculo que no te permite vivir mejor.

Como el esquirol que pone la ambición personal por encima de las necesidades y aspiraciones de todos.

Me dices que has decidido que las calles que eran nuestras ahora serán solo tuyas, como el cacique que toma los terrenos comunales de fuera del pueblo y les pone un cercado y un letrero de "Prohibido el paso" para que mis ovejas no se coman la hierba, porque ahora allí sólo pastarán las suyas.

Donde caminaba libre me pones una frontera, un muro, un non plus ultra reservado sólo para miembros, para gente de bien, para los decentes... no para las masas de las que, me dices, no te sientes parte.

Tú, que te has sentado a mi mesa y has comido mi comida y bebido mi vino, me vienes a decir que me declaras extranjero en una parte de mi tierra, que me quitas derechos que son sólo para ti, que tu identidad (tu lengua, el azar geográfico de tu nacimiento, tu entorno más inmediato, tu delirio tribal) es más importante que nuestro proyecto e ideas compartidos.

Has mirado a tu alrededor y has decidido dividir el mundo entre los tuyos y los que no lo son. Y me notificas que no soy de los tuyos. Yo. No el gobierno, no tal o cual partido, no tal accidente político que cambiará como cambian siempre los gobernantes al paso del tiempo, en los meandros impredecibles de la historia. Yo no soy de los tuyos.

Y mis hijos no serán dignos de jugar como iguales con los tuyos.

Por siempre jamás.

Me dices que donde yo pensé que era nosotros soy en realidad ellos. Que hay algo en mí que no cumple las altas expectativas de tu fraternidad que sólo pueden alcanzarse siendo lo que tú dices que eres y que yo no soy.

Hazme al menos el favor de no disfrazarlo de altruismo, de dignidad, de valentía, de heroísmo como el de quien lucha contra una verdadera opresión, una verdadera injusticia.

Hazme el favor de no vendérmelo como un derecho tuyo y no mío, ni de contarme tu libertad cuando comprometes la mía.

Por decencia. Digo, si quedara alguna, que es lo primero que suelen expulsar del panorama los delirios tribales, antes incluso que a los extranjeros despreciables y, así sea ligeramente, sospechosos.

Y no me pidas mi apoyo, mi aplauso o mi anuencia cuando para tu acto de egoísmo pasas con tu caballo desbocado sobre una forma de vida que, imperfecta y todo, nos habíamos dado juntos para darle amanecer a una larga noche de cuarenta años.

Me dejas con esa forma de vida y sus reglas de convivencia rotas por el suelo para hacerte tu propio futuro sin mí, agazapado tras el foso de ese castillo construido también con mis manos, con mis sueños, con mis muertos.

Ese castillo de todos que hoy declaras tu propiedad privada.

8.10.17

Lo espontáneo cuidadosamente organizado

Entonces sospecho de los de blanco.

Vale, no sospecho de la gente de buena voluntad que se vistió de blanco y sacó su banderita blanca y repitió las consignas que a saber de dónde salieron. Ésos tienen las mejores intenciones y están convencidos de que están participando en una "iniciativa ciudadana" y en un "movimiento espontáneo".

Como el 15M.

Hacia el 15M

Hacia el 7O

El 15M que fue cuidadosamente orquestado por un grupo de activistas bien identificado (lo único que no quedó claro nunca es de dónde salió la pasta) y con objetivos concretos.

Y aún hoy muchos que hicieron camping en Sol, y hasta recibieron cuando la policía fue a dar, siguen creyendo que los logos, las consignas, la fecha, los carteles, los dominios de Internet y todo eso surgieron de la nada, de la indignación popular, de la esencia misma de una ciudadanía herida por una crisis económica de la que no era responsable (nunca lo es, desde la primera crisis económica que se conoce, "El pánico financiero" del año 33 de la Era Común, debida a una burbuja de préstamos sin garantías que le estalló en la cara a Tiberio, para que no crean que el mundo se inventó con Lehman Brothers).

Al paso de los años, los artífices de la "tecnopolítica" que creó el 15M, y Democraciarealya y Juventud sin Futuro y otros membretes (surgidos, oh sorpresa, de la FCPS de la Complutense y de Contrapoder, el grupo de Iglesias, Monedero y Errejón), y luego el Partido X y luego Podemos, han recorrido el mundo orgullosos de su hazaña (ejemplificada estruendosamente en ya casi seis años de rajoyato, que se convertirán fácilmente en 14).

Todos se han colocado, claro que se han colocado. Venían a servir al pueblo y, considerando que ellos no sólo son El Pueblo, sino lo mejor del mismo, lo primero que hicieron fue salvarse ellos: Juventud sin Futuro se disolvió en marzo de este año porque sus jefes, como Rita Maestre, Eduardo Fernández Rubiño, Segundo González, Miguel Ardanuy, Pablo Padilla o Ramón Espinar, ya tenían futuro, sueldo y tranquilidad... y los jóvenes con el futuro averiado a los que se llevaron al baile seguían como estaban --o peor-- que en abril de 2011, cuando se decía, por supuesto, que no tenían líderes, eran un movimiento espontáneo. Y eran apolíticos. Y todo eso.

Al menos alguien se interesó por la muerte de Juventud Sin Futuro.
De la disolución de la Fundación CEPS un año antes aún no informa nadie.

El Partido X fue un fiasco tal que su muerte no fue ni anunciada ni le interesó a nadie. Podemos nació con una teoría que lo iba a llevar al poder en una blitzkrieg tan adornada con luces y sonido que nadie se iba a dar cuenta de que eran los mismos leninistas de siempre, pero el tiempo se le echó encima y su espacio de maniobra se ha ido acortando, así que el gambito nacionalista de parte de la derechona catalana acompañada por la CUP y otros amigos de Podemos se presenta como una excelente oportunidad de recuperar terreno.

Y de pronto, cuando muchos españoles están hartos de banderas de uno y otro bando nacionalista, sale de abajo de una piedra un movimiento... pero no un movimiento por el estado de derecho o contra los nacionalismos, o integrador o propositivo, sino un movimiento de consigna, con un aroma a oportunismo que tira de espaldas porque parece buscar apoderarse de todos los que quedan en medio de los fanáticos nacionalistas de un lado y otro. Y todo con una consigna, una palabra, sin demasiada necesidad de reflexión. Una consigna fácil, sencilla, contundente, breve y con punch publicitario: hablemos, parlemos, parlem, falemos, davayte pogovorim, við skulum tala, lass uns reden, let's talk...

Hablemos... ¿quiénes con quiénes?, ¿de qué?, ¿bajo qué principios? Nadie puede estar contra el diálogo, ¿verdad? Hablemos, venga, hablemos todos, agita la banderita de la no banderita. Pero el diálogo en abstracto, sin interlocutores, sin temática, sin reglas, sin objetivos, sin acuerdo de mínimos es un concepto vacío, que igual significa impunidad para un delincuente que un intercambio de monólogos o un silencio compartido. ¿Hablemos? ¿Qué significa? Nada y todo, a gusto del que mañana lo interprete desde algún templete con algún micrófono y el logotipo de su partido como fondo de pantalla; como estar "indignados" o "podemos", o "democracia real ya" que hasta hoy nadie nos ha explicado qué coños es, con qué se come y cómo la vamos a identificar si un día nos la cruzamos por la calle.

eldiario.es a lo suyo

¿Hablemos?

Hablemos.

Mi primera aportación al diálogo: sospecho de los que armaron el tema de los de blanco, y sospecho mucho que no vienewn a buscar soluciones, sino a arrimar al ascua su sardina... como siempre han hecho, desde muchos años antes de ser conocidos. Listos para reinar sobre las ruinas que puedan provocar en el proceso. Hágase la revolución y que los que salgan a la calle y reciban cuando haya reparto de ostias sean ellos, que nosotros no llevamos más que gloria y seguridad financiera.

Hablemos. ¿Alguien me habla de dónde salió la iniciativa y quiénes están detrás? Gracias.

(Willi Münzenberg estaría orgulloso.)

6.10.17

Las igualadoras redes sociales

Nunca fui de correos de fans, y de buscar el autógrafo y la foto con autores, músicos o actores. Alguna excepción se ha dado, con gente a la que le tengo aprecio especial, pero no me he desvivido por la gloria vicaria.

No sé si es Internet (yo creo que sí) o que en los últimos 10 años me he movido en un mundillo más bien pequeño --el del folk, bluegrass, roots, traditional en inglés, blues y afines a ambos lados del Atlántico--, pero hoy es más fácil entrar en contacto con los músicos que le están diciendo cosas a uno.

Tengo el hábito de compartir música en Twitter y en Facebook y de anotar no sólo el nombre del músico, sino su handle de Twitter, para hacerles un poco de promoción a modo de agradecimiento, convencido como estoy de que la música nos hace mejores personas. De un tiempo acá, he descubierto con gusto que los músicos responden.

Rebecca y Megan Lovell, mejor conocidas como Larkin Poe, con el jefe Elvis Costello.
Quizá es porque no son demasiado famosos, pero ése es un baremo difícil de aplicar. Digamos que un dueto como Larkin Poe que ha estado de tour con Elvis Costello (¡maestro!) no como backup, sino al frente, no es precisamente de cuarta fila. Ni lo es una de las principales figuras del folk inglés, Eliza Carthy, hija de dos de los redescubridores de la música tradicional británica, Martin Carthy y ese Everest de la voz que es Norma Waterson. Otros son más de "todavía no somos famosos" pero tengo la certeza de que lo serán, porque más allá de todas mis deficiencias, mi gusto musical es absolutamente exquisito y lo puedo demostrar. He visto nacer actos que sé que serán relevantes y canciones que sé que llegarán lejos, y los puedo identificar.


Te dan las gracias, demuestran que hablan español, intercambian comentarios, te acercan a la gente que hace la música. Esto era inimaginable en tiempos en que los personajes conocidos estaban detrás de un muro impenetrable y respondían a su público con cartas fotocopiadas firmadas por una secretaria mal pagada (pa remate). Total, que ahora que ya tengo tantos años de experiencia siendo joven, ando mandando fantweets y fanmail y fanfacebookposts a la gente a la que le agradezco tanto que me acompañe, que me cuente, que me exprese, en especial, claro, a quienes han sido mi voz como Oysterband.

La red ha roto más que distancias y tiempos, ha democratizado encabronadamente las relaciones entre niveles de la sociedad que antes vivían en compartimientos estancos. Que yo bromee con Eliza Carthy de lo divertido que me resulta que una Miembro de la Orden del Imperio Británico le dé "me gusta" a un tuit es una chorrada, pero es sintomático de lo que pasa con todo tipo de personajes en la red social, desde Trump --el ejemplo del lado oscuro-- hasta la presion sobre Zuckerberg, o los intercambios de políticos, escritores y pensadores con gente más bien silvestre y aldeana como servidor.

Todo lo que sea democratizar, nivelar, igualar, acercar, romper fronteras no sólo físicas sino de clase y de influencia, es por definición parte del progreso social. Es la tecnología como transmisor de emoción, de convicción, de ideas, de igualdades y de reafirmación de derechos, también. Sea para influir en la política, la industria, la sociedad, la educación, las libertades o simplemente para intercambiar guiños con alguien que canta... que no es poca cosa en los tiempos que corren.

Dejo una de Eliza. Voz, violín, entrega...

1.10.17

Sí, el estado de derecho

En el triste espectáculo del referéndum catalán, armado pese a las disposiciones que en contra de toda su concepción y desarrollo existen en la Constitución, el Estatut, el reglamento del parlament y la propia ley del referéndum, un argumento continuado de la retórica nacional-independentista ha sido que no hay problema en violentar las leyes, que si las leyes son injustas o desagradables, o no permiten hacer cosas que uno o muchos quieren hacer, ello basta para justificar infringirlas, ignorarlas, despreciarlas o decretar, sin autoridad para hacerlo, que no valen.

Aneurin "Nye" Bevan
En el ADN de cierta izquierda, todo ordenamiento legal es injusto, inaceptable y debe ser objeto de insurrección popular hasta que se establezca una utopía que nunca hemos visto pero que está siempre a la vuelta de la esquina. Es la izquierda de Pablo Iglesias que se emociona cuando un chaval embozado patea a un policía caído en una batalla campal, la que justifica los tiros cuando el gatillo lo oprimen los suyos y sin importar si las víctimas son los más desprotegidos, la que vivió romances siempre de fin amargo con las más diversas revoluciones y que exalta antes a quien disparaba en su nombre (incluso ETA, como ejemplo) que a quien conseguía que se aprobara una ley de sanidad universal, pública y de calidad. Y pienso al menos en dos: Aneurin "Nye" Bevan, el amigo de Orwell para quien "un servicio de salud gratuito es socialismo puro" y que logró aprobar la ley del NHS británico en 1948, y Ernest Lluch, ese Bevan español que logró lo mismo en España en 1986 y como premio fue asesinado por terroristas "de izquierda".

Ernest Lluch
Pero el marco del derecho siempre es un camino de dos vías. Lo saben bien quienes, pongo un ejemplo, toman las armas contra un estado pero, al caer presos, exigen las garantías, derechos y protecciones que les otorga esa misma ley. Y la situación es contradictoria porque es justo y aceptable que reciban esas garantías y derechos, precisamente porque la ley es para todos, hasta para el que la infringe. Porque la ley tiene por objeto conseguir que la sociedad sea mejor y más justa de lo que lo pueden ser sus integrantes. Todo ello le da a esa ley y a esas garantías, precisamente, el valor moral que las sustenta como el marco de referencia común. Y permite a la vez que el que no infringe la ley tenga la esperanza de un trato justo, previsible y legal, y no sea objeto de una aproximación caprichosa al gusto del juez.

En el necesario discurso propagandístico catalán (y no voy a entrar ahora en los temas del nacionalismo del que lo esencial que pienso ya lo he dicho e incluso he recordado cuando yo era nacionalista), las comparaciones extralógicas se han desbordado. Los independentistas presentan a los catalanes igual que a los judíos en la Alemania del 36, igual que a los negros de la lucha por los derechos civiles de 1950-1970 en los Estados Unidos, igual que a los kurdos, víctimas eternas de Irak, Turquía, Irán y Siria. La exageración del presunto ultraje que el gobierno español comete contra los ciudadanos catalanes justifica romper la ley y romper con todos los españoles, sin importar si son tanto o más víctimas del PP.

Si convences a cualquiera de que es Rosa Parks, se sentirá heroico haciendo cualquier cosa. La labor del propagandista es precisamente imbuir ese sentido de la justificación histórica anticipada entre su clientela. Es la promesa de la estatua, de la medalla, del lugar en los libros de historia: el futuro es nuestro, nuestra sagrada misión, el deber con la patria, la construcción de un mañana dorado para nuestros hijos, la memoria colectiva, el bronce heroico donde las palomas pueden cagar sin molestias para homenajearte.

Arnold Lucy en el papel de Kantorek da un encendido discurso a sus alumnos
conminándolos a pelear en la Primera Guerra Mundial en la versión
fílmica de Sin novedad en el frente de 1930 dirigida por Lewis Milestone
Todo propagandista es, finalmente, Kantorek, el profesor de escuela que entusiasma a los chicos a enrolarse en el ejército en Sin novedad en el frente. Su retórica abarca toda la gama que va de la más inocua desobediencia civil a la insurrección armada sin piedad.

La pregunta es, y la escribo ahora que se siguen desarrollando los acontecimientos de este primero de octubre que tiene todo para ser una de las fechas tristes de la España triste por oficio, si tal es cierto.

En Twitter, donde cuento lo que pienso, he expresado mi convicción de que el nacionalismo es de derechas, insolidario, contrario al interés común, y que prefiero un estado de derecho consensuado a una imposición minoritaria, que primero debe reformarse la constitución para que se puedan hacer todos los referéndums que se quieran con reglas claras y justas, que se le está haciendo juego a la burguesía del 3% y que se están agitando pasiones peligrosas y enormemente tóxicas, con dejes fascistas, xenófobos, esencialistas, supremacistas y fratricidas, abriendo heridas de las que no cierran. Como resultado he enfrentado a más de uno de esa gran colectividad que quieren que todos piensen como ellos y para conseguirlo, emplean los astutos procedimientos de insultar, hacer juegos retóricos, repartir mala fe y hacer un pase de moda continuado de falacias e incapacidad de argumentar civilizadamente. La mayoría, anónimos y que no me seguían hasta que les avisaron que estaba yo diciendo cosas herejes sobre el independentismo, y alguno de ellos con sede física o mental en San Petersburgo (donde puede vivir nuestra conciencia aunque nuestro cuerpo parasite durante años, digamos, una embajada de un país suramericano).

El más impresionante fue uno que airadamente me increpó diciendo que la izquierda no estaba para hacer de guardián de la ley.


"Hacer de guardián de la ley" es muy genérico, por supuesto. Porque sin duda alguna hay leyes cuya defensa es esencial para la izquierda porque son su legado para el futuro, son sus logros para todos. Leyes como la de sanidad (vuelvo a Bevan y Lluch), la de educación pública, universal y gratuita, la de igualdad, la de dependencia, la de salario mínimo, la de derechos laborales. No ser guardianes de esa ley, por supuesto, en la España de hoy, por ejemplo, es ser cómplice del PP cuyo objetivo fundamental es anular, derogar, esterilizar y desactivar ésas y otras leyes.

Y hay otras leyes a las que debemos oponernos, leyes que valoramos injustas, inaceptables, deficientes, mejorables, prescindibles, que deben sustituirse por algo mejor.

La pregunta es cómo oponernos y cambiarlas. Pero, mientras tanto, sí, por supuesto, sin duda, contundentemente, como izquierda, tenemos la obligación de ser guardianes de esas leyes tanto como de las otras, las que quieren erosionar otros por intereses o convicciones diversos.

Éste es el precio: guardar nuestras leyes implica, exige aceptar, así sea provisionalmente, las leyes que no nos gustan, que nos parecen incorrectas, que nos resultan repugnantes. Y dado que no podemos esperar a tener un ordenamiento jurídico perfecto y a nuestra entera satisfacción para por fin acordarle la cortesía de ajustarnos a él, en la vida real hacemos concesiones porque es mejor vivir con leyes mejorables que sin leyes o con leyes que decida otro sin nuestra participación democrática.

Eso es lo que constituye también un estado de derecho: yo respetaré todas las leyes mientras trato de cambiar las que no me gustan, con la certeza razonable de que los que me rodean también respetarán las leyes que no les gustan pero que, sin embargo, pueden ser las garantes de mis derechos, mis libertades, mi propia dignidad.

La infracción de ellas e incluso la insurrección en su contra, es justificable pero sólo cuando el cumplimiento de la ley tiene como efecto un daño medible, real y grave sobre los derechos, libertades y dignidades ciudadanos fundamentales. Que yo quiera correr a 280 kph y me sienta oprimido por el Código de Tráfico no es comparable a un esclavo que quiere ser libre y se siente oprimido por leyes que consagran la esclavitud como institución; ni con una población económicamente explotada, sin libertades, sin derechos democráticos y representativos y que no participe en el proceso legislativo mismo. Y el problema evidente aquí es que por ninguna medida que yo al menos pueda usar, tal situación es aplicable a la Cataluña de hoy, donde todo individuo goza de los mismos derechos que yo, de las mismas libertades, del mismo nivel de representatividad democrática a nivel local, regional, nacional y supranacional (con sus eurodiputados), del que nada me diferencia salvo que él o ella quieran que yo empiece a ser extranjero con derechos disminuidos en un territorio que hagan que deje de ser la casa común para ser privatizado con la lógica de un nativismo digno de Steve Bannon.

Ramón Rubial
El estado de derecho, en su escandalosa imperfección, tiene la ventaja de que permite enfrentar efectivamente al poder (religioso, económico y social) y hacer cambios permanentes para todos. Es lo que decía Ramón Rubial, el obrero del metal que llegó a ser senador y Lehendakari vasco: "el BOE* es mucho más eficaz que una ametralladora" y "Con las leyes pueden hacerse grandes revoluciones".

Cuando la revolución se hace a tiros, basta que la revolución se apague para que prácticamente todos sus avances den marcha atrás a gran velocidad. Busque ejemplos, desde la propia revolución francesa que se ahogó en sus contradicciones internas produciendo como tumor póstumo a Bonaparte, hasta la revolución soviética, que como estertor final proclamó la supremacía de un nuevo zar con los sueños imperiales de Catalina la Grande y la falta de escrúpulos de Iván el Terrible.

Pero la revolución en las leyes, la que se consolida con los aparentemente poco heroicos votos de un congreso de parlamentarios representativos de la ciudadanía, es más perdurable. Nadie se plantea hoy, en España, y no es por falta de ánimos, revocar los artículos que dan a las mujeres igualdad ciudadana con los hombres. Ya puede el chuleta de turno soltar por la boca el padrenuestro del machismo, el PP no tiene arrestos para intentar, aún con mayoría absoluta, echar atrás el reloj. Lo mismo vale para la sanidad (que se va privatizando mientras se finge muy enérgicamente que no hay tal, pero nunca con un cambio en las leyes, lo que deja abierta la posibilidad de que un gobierno de izquierda la recupere), para la educación pública, para el matrimonio igualitario (del que tantas parejas del PP se beneficiaron y que hicieron efectivo días después de fracasar en su intento por impedir que se aprobara la ley), para el divorcio. La revolución en las leyes tiene la enorme capacidad de normalizar una realidad social que implica pasos hacia adelante.

Por eso, por escandaloso que parezca a la izquierda revolucionaria (revolucionaria de boquilla, se entiende, publicista de la revolución pero que los tiros los den otros, salvo excepciones), sí es papel de la izquierda ser aquí y ahora, guardián de la ley. De la ley que ha creado en bien de todos y también de la ley que está por civilizar, por actualizar, por domar.

El que esta diferencia no se entienda, y que no se entienda entre gente que sin la sanidad y la educación y la igualdad no habría podido desarrollarse profesional y políticamente, siempre me ha parecido lamentable.

Defender la legalidad vigente ante el desafío independentista no es defender a Rajoy, ni al PP, porque ni las leyes ni la constitución son Rajoy ni el PP. Quienes defienden la legalidad desde el partido corrupto que lleva por emblema un ave carroñera (sabia elección) no defienden exactamente lo mismo que la izquierda ni por los mismos motivos, y confundirlos es un acto de indecencia política de primer orden.

Defender la legalidad tampoco es aprobar los excesos policiacos de ninguna índole, que seguramente harán felices a otros nacionalistas satisfechos de sentir su propia mezquina venganza en un golpe de porra o con el escudo. Porque quien aplaude esos excesos tampoco está defendiendo la ley, sino su propia edición limitada del egoísmo con banderita.

Si no defendemos el estado de derecho, no tenemos ninguna, absolutamente ninguna legitimidad moral mañana para tratar de modificarlo con sus propias reglas, de hacerlo mejor. Esas leyes, hechas con el concurso de todos y los votos de todos en cada momento,  son lo que nos separa de la barbarie y del capricho de quien cambia las leyes simplemente porque no le gustan y caiga quien caiga, muera la legalidad que muera...

Que mira, en su día así lo hizo también Franciso Franco Bahamonde, poco interesado en la opinión mayoritaria, sin votos ni permiso, sino por la gracia de dios, que es una forma celestial de ese otro monstruo cainita que es "la patria"...

Fuera de programa

Al menos en Inglaterra algún cantante con compromiso social se ha dado tiempo para celebrar la épica de la ley que salva vidas. Martyn Joseph escribió y cantó: "Nye: Canción para el NHS" (National Health Service, la sanidad pública británica). Una épica que debería resultarnos relevante. A ver cuándo alguien nos regala una canción para celebrar a Ernest Lluch y su compartida convicción de que la salud pública es justicia fundamental... Porque cada día que te atiende un médico o una enfermera es día de Ernest Lluch, día de las leyes, día de la revolución mediante el BOE, aunque no estés consciente de ello.



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*BOE es el Boletín Oficial del Estado, el diario de sesiones del congreso donde se publican las leyes y sus modificaciones, así como todo el trabajo legislativo.

7.9.17

Cuando era nacionalista


En medio de la crisis de Cataluña emprendida a dueto por la derecha más corrupta y la izquierda menos pensante, he visto con horror el proceso que el "Procés" ha provocado en algunos conocidos. Si bien siempre habían sido nacionalistas, no habían asumido el tema de la independencia de Cataluña como asunto de vida o muerte, de honra, de prioridad número uno o suficiente como para pensar en fusilar a más de uno. Ahora, al menos si nos atenemos a su discurso, la posibilidad no está del todo descartada y todo tipo de análisis racional queda excluido del panorama, sustituido por argumentos precocinados cuya fragilidad es simplemente ignorada. En las discusiones, cuando uno de sus argumentos es apaleado hasta desplumarlo, en lugar de responder a la contraargumentación con hechos y datos (ese proceso que distingue al diálogo civilizado, bicho tan escaso que hay gente que no lo ha visto en su vida), echan mano a la faltriquera y sacan otro argumento que no tiene nada que ver con el anterior, y se quedan como si hubieran vencido un debate sobre física relativista con el propio Einstein.

Ante el espectáculo, que hallo profundamente bochornoso y en extremo peligroso, no puedo sino recordar cuando yo era nacionalista, una época que ahora se me asemeja a cuando pensaba que realmente los Reyes Magos traían regalos a mi humilde casa y que cierta irregularidad en la alfombra de nuestra vivienda en un tercer piso era la huella del elefante de Gaspar (¿o era Melchor?), antes de que me convirtiera, pues, en crítico de toda forma de nacionalismo, sobre todo las que acaban rompiendo la ley, los escaparates o la crisma del vecino.

Yo fui nacionalista de una variedad especialmente ponzoñosa, nacionalista mexicano. Para quien no conozca el país a fondo, hay que aclarar que el nacionalismo desbordante no es una opción para quien nace allí, es una obligación incuestionable. Bastaba ser inscrito en la escuela (privada o pública, tanto da) y uno se veía (supongo que todavía) sometido a una indoctrinación digna de los responsables de control de la población de Kim Jong-un. Toda la narrativa histórica se presentaba como una permanente final de fútbol entre nosotros y "ellos", donde el árbitro estaba con ellos, jugaban en casa, eran el doble de jugadores que nosotros, la cancha estaba en una empinada cuesta (donde nuestra enorme portería estaba abajo y la diminuta de ellos en la cima), y todo iba tan en contra nuestra que el mero hecho de no ser goleados era digno de églogas trémulas y pomposas. No por nada las batallas ganadas por el país son escasas, cosa terrible para la vocación militar de todo patriotismo, de modo que celebramos con entusiasmo una, la de Puebla, el 5 de mayo de 1862, contra las tropas francesas... que en el partido de vuelta un año después también en Puebla nos dieron hasta con la bacinica y entraron hasta la Ciudad de México instalando el imperio del que hablo luego. Nadie celebra la segunda batalla de Puebla, por supuesto.

Una clásica ceremonia de la bandera un lunes en una escuela mexicana.
Los lunes comenzaban con los honores a la bandera. Antes de entrar a clases, formábamos filas (muy militarmente, todo nacionalista alberga en el corazón a un sargento segundo con acidez estomacal), sonaba el himno nacional y los mejores alumnos (escuadrilla de insoportables) salían marchando formando la escolta de la bandera; el o la más insoportable era abanderado y nosotros saludábamos al sagrado rectángulo de raso con la mano haciéndole techo al corazón mientras unos pocos soñaban con ser miembros de la escolta y la mayoría soñábamos en darles en la cabeza a los de la escolta con la pulida astabandera de latón que paseaban con la enseña patria. Llegaban al centro de la "asamblea" (así les llamaban, luego conocí las asambleas de las universidades y la palabrita ya nunca me pareció respetable del todo) y entonábamos una horrenda marcha cuya letra fue perpetrada por una profesora hija de un militarote (como debe ser) con pasajes tan estremecedores como "Es mi bandera la enseña nacional/Son estas notas su cántico marcial..." Más música militar, más paseo de la escolta hasta que la bandera volvía a su urna de cristal en la oficina del director y nosotros íbamos finalmente a clase.

Todos los lunes.

Todos los putos lunes de todas las putas semanas lectivas de toda la primaria y secundaria.

Seguramente en parte por eso hallo profundamente detestables todas las organizaciones de intoxicación infantil, desde el Opus Dei (por donde también pasé, pero ésa es otra historia) hasta los pioneritos de la revolución cubana.

Esto era el caldo de cultivo donde crecía --y crece-- un patriotismo patológico. Recuerdo especialmente cómo era necesario (lo decían los profesores, lo decía la televisión, lo decía nuestra familia) estar orgullosos de "lo que México le dio al mundo". Y uno se sentía uno de los artífices que habían diseñado genéticamente el tomate y el chocolate, los que habían desarrollado el maíz, los fabricantes de aguacates. Qué orgullo enorme había que experimentar por haber nacido en un país donde, cuando no era un país ni una nación ni nada por el estilo, habían aparecido ciertas especies vegetales y animales. ¿No es absurdo sentir orgullo por algo así? Pues de ese calibre había desde un refranero que no sabe uno si es de exaltación o de alivio ("Como México no hay dos") hasta uno directamente previo a intercambiar manazos con quien se tercie ("Viva México, cabrones"), una mezcla continua de mitos autocomplacientes. Uno en particular es escalofriante: "El himno de México es el segundo más bonito del mundo, sólo después de la Marsellesa"... dos himnos nacionales que engloban todo lo más aborrecible que pueden tener en cuanto a xenofobia, brutalidad, militarismo, sangre y odio.

Y está el mito ése de ser "100% mexicano" que es totalmente absurdo en un país con cuando menos 56 grupos etnolingüísticos indígenas (diferenciados culturalmente, siendo la mayoría mestizos, es decir, con ancestros españoles cercanos o lejanos además de los indígenas), un alto porcentaje con ancestros esclavos negros del África occidental y una incesante aportación de inmigraciones más bien desordenadas de todo el mundo. Yo mismo mezclo, según los resultados de un análisis de mi ADN,  raíces españolas por un lado e indígenas del otro, con algún salpimentado curioso de italiano, escocés, irlandés y galés, locuras del nacionalismo, en una cultura profundamente racista dividida entre los que desprecian lo indígena como algo inferior y los que lo exaltan como indudablemente superior, ambos cayendo en juegos ahistóricos y fantasiosos.

No digo que el mexicano sea un nacionalismo más tóxico que, digamos, el argentino, el catalán, el vasco, el español, el bávaro, el piamontés o el bielorruso, que seguramente son de quitar el aliento, pero como a los demás sólo los conozco de lejos, hablo de éste porque en él formé toda una cosmovisión de confrontación con el mundo de la que me tomó buena parte de mi vida adulta desembrazarme. Estuve convencido, y nadie a mi alrededor lo ponía en duda, de que éramos permanentes víctimas de ese "ellos" malvado y cruel, esos extranjeros sin los cuales, claro, seríamos el mejor país del mundo, el que tendría más premios Nobel (tres, los demás, al no existir, tendrían cero), con la gente más alta, más simpática, más guapa, mejor vestida y más listarraca del planeta.

Idealización de la guerra México-Estados Unidos de 1847-1848.
Las guerras son muchísimo más horrendas, claro.
Allí estaban ellos para impedirlo. Los españoles que "nos" habían conquistado (aunque eran nuestros ancestros, hazaña impresionante de disonancia cognitiva y esquizofrenia creativa), los franceses que "nos" habían invadido (porque otros mexicanos más tontos habían ido a Europa a buscar un emperador para poner en orden al país, vamos, que la intervención militar de Napoleón III para imponer un imperio no desembarcó en Veracruz por haber tomado la salida equivocada en una rotonda o glorieta) y, por supuesto, estaban, están y estarán los estadounidenses. Que no se llaman estadounidenses, se llaman gringos.

Los gringos ponen a prueba continuamente el vibrante ser nacional mexicano. "Nos" robaron medio país (sin duda alguna, pero con la invaluable ayuda de un mamarracho como Antonio López de Santa Anna --que entre otras cosas impidió el posible triunfo en la guerra contra EE.UU.-- y a quien el país le agradeció sus numerosos atropellos, burradas y delirios de grandeza eligiéndolo presidente once veces, así que a la hora de repartir culpas igual nos dejamos el plato medio vacío), pero también resulta que sin el apoyo de los gringos, la guerra contra los franceses no habría salido como salió (el país se salvó por un pelo de rana de ser colonia gala), y lo de la independencia igual tampoco habría resultado tan exitoso. Pero los gobiernos de los Estados Unidos también habían practicado en México primero el colonialismo económico (con la ayuda más que entusiasta de Porfirio Díaz y todos los que lo rodeaban durante su breve presidencia de 34 años, a la que llegó con un programa antireeleccionista) y ya luego la intervención militar directa dos veces a principios del siglo XX (la toma de Veracruz y la fallida persecución de Pancho Villa que sirve para que presumamos también de que "México es el único país que ha invadido a Estados Unidos", lo cual tiene imprecisiones como para otra entrada). Y, finalmente, promovieron el neoliberalismo más cavernario en el país (imposible sin el concurso de sujetos despreciables como los presidentes De la Madrid, Salinas y Zedillo que amaban al vecino y los ingresos que les produjo).

No hay relación amor-odio como la que une y separa a los mexicanos y a los gringos, como corresponde al único lugar donde el "tercer mundo" (los países pobres, jodidos, de democracia cuestionable, oportunidades inexistentes y costumbres indignas de la gente bien) hace frontera con el "primer mundo" (los ricos con abundante pobreza, democracia consolidada, oportunidades y costumbres indignas de la gente bien). Una frontera larga y porosa donde Donald Trump quiere poner un muro porque no tiene idea ni de qué es ni cómo es (por ejemplo, que 2.000 de sus 3.800 km de frontera son un puto río). Si allí no hay choques de sociedades, culturas, costumbres, envidias, intercambios, ejemplaridades y manazos, no los habría en ningún lado. Una gran parte del nacionalismo mexicano se apoya en la existencia misma de los vecinos del norte, en la admiración o el desprecio al gringo como hecho ineludible.


Pero uno llega a darse cuenta de que sentirse orgulloso por lo que hizo una u otra persona o grupo que vivieron más o menos en el mismo espacio geográfico en el que lo parieron a uno es totalmente absurdo. Que la historia está compuesta de accidentes y que ni nuestros héroes son tan ejemplares como quieren los que hacen los libros de texto ni los villanos "otros" son tan diabólicos y demoníacos como nos los pintan (se aplican excepciones, por supuesto). Y llega a darse cuenta de que la mitología nacional no se distingue en nada de la mitología racial o religiosa: es irracional, se basa en historias de veracidad más que cuestionable y por supuesto le cierra a uno las fronteras y la capacidad crítica para abordar lo que de esperpéntico tiene la propia sociedad y cultura. De allí que yo no gane concursos de popularidad por mis dimes y diretes con Cantinflas y Chespirito, por poner un caso, que se plantean como referentes indispensables de la mexicanidad aunque si pienso en la gente que me rodeó durante mi vida allá, resulten tan ajenos a todos nosotros como los ídolos de Bollywood. O que haya encontrado divertida la lucha libre como entretenimiento basto y curioso de gran habilidad acrobática, pero que me niegue a considerarlo una cumbre de la gloriosa cultura nacional, que vamos, hombre, un poco de perspectiva. Y puede uno finalmente hartarse --y confesarlo-- del mariachi, de Frida Kahlo, de Octavio Paz (sobre todo), del bolero, de los referentes obligados, de la creencia religiosa en una "edad de oro del cine mexicano" más falsa que un peso con la cara de Putin (esto en 2017, mañana quién sabe), y así sucesivamente.

Liberarme del nacionalismo me representó un enfrentamiento como el que viví cuando confesé mi ateísmo a mi familia de rosario y misal, pero peor. Porque en la religión nunca había creído, ya lo he contado, pero la Patria sí había sido parte de mi universo mítico, la idea de estar en una "tierra bendita de dios" cantada por Negrete, la paranoia chauvinista, eso sí había sido mío y era necesario abandonarlo junto con otras supersticiones. Porque la nación es una forma de superstición.

Ser nacionalista finalmente equivale a desterrarse uno mismo de la mayoría, de la vasta mayoría de la experiencia humana, a asumir como ajeno todo el bosque de nuestra especie en su delirantemente variada realidad social, cultural, política, histórica y humana, salvo por una minúscula astilla que consideramos que, por ser "nuestra" (y no lo es) contiene de manera mágica todo el destilado de lo mejor del bosque al que le damos la espalda. Es confundir el accidente con la identidad, lo episódico con lo esencial.

No es raro que resurjan los nacionalismos hoy, por supuesto, y que haya procesos de radicalización que ponen en riesgo amistades, escaparates y cráneos ajenos. Primero, vivimos la época del populismo y la nación es un fulcro esencial del populismo: no es necesario justificarla con nada, es lo que es y es a la vez "nuestra" y "nosotros", y nos separa claramente de "ellos". Segundo, vivimos la exaltación de las identidades, de la calificación de los individuos por su pertenencia a grupos basados en lo que son o sienten ser (por color, raza, sexo, género, nacionalidad, regionalidad, preferencia sexual, peso corporal, estatura, dieta) sin que importe la actividad (lo que se hace, piensa, sueña o emprende, el trabajo, la militancia por las mejores o peores ideas). Tercero, vivimos la era de la legitimación de las supersticiones en nombre de la ideología, tema precisamente de mi libro La izquierda feng-shui. El nacionalismo tiene así techo, lecho y mesa para crecer rozagante.

En la peculiar España, el nacionalismo, sin embargo, fue apropiado por la dictadura fascista de Franco y las víctimas prefirieron, antes que recuperar su mitología nacional, regalársela a los fascistas y refugiarse en el regionalismo. "Sentirse español" es casi declararse franquista y mala gente. Lo guay es sentirse catalán, gallego, murciano, valenciano, asturiano, vasco o, si mucho me apuras, sentirse de la aldea de 25 casas donde uno nació y escupir para todo lo demás.


En España poca oportunidad he tenido de ser nacionalista, porque cuando llegué hace 20 años ya era crítico del nacionalismo. Esto me ha servido para ser acusado, incesantemente, de españolista. Cuando discuto sobre el tema con nacionalistas regionales, casi nunca he logrado que se entienda mi oposición a todo nacionalismo. Con la estrechez indispensable de toda visión patriótica, mi posición se entiende como contraria a su nacionalismo y, por ende, a su nación y sólo a ésta. Y están habituados a que quien se opone al nacionalismo e independentismo catalanes sea, a su vez, nacionalista español, así que se me asigna el papel y esto causa enormes tranquilidades epistemológicas en quienes, de otro modo, se verían obligados a cuestionar las raíces de sus sentimientos, tan nobles, tan sólidos y tan aterradores.

Y entonces me acuerdo de nuevo del hombre de la gorra de la película Cabaret. Cuando un rubio y bello miembro de las Hitlerjügend entona la canción "Tomorrow belongs to me" ("El mañana me pertenece") y va contagiando a los presentes, que se adhieren con entusiasmo creciente a las vibrantes notas patrióticas y dulces: "Oh patria, patria, muéstranos la señal, tus hijos han esperado para ver la mañana en que el mundo será mío. El mañana me pertenece". Y arroba a todos menos al hombre de la gorra, anciano curtido que, habiendo visto los estragos de otras guerras y otras pasiones nacionales, se queda sentado con su cerveza, desolado, sabiendo cómo es el rostro del futuro nacionalista y enardecido que viene.

Hace años le escribí algo a ese viejo que me vale para todos los himnos y todas las patrias.

No cantaba 
El viejo de la gorra no cantaba,
reconocía el dolor -viejo adversario-
por el aroma agrio del cuchillo
y el pétalo muerto palpitando
No cantaba
y la noche asaltaba la mañana
y no cantaba
Las voces jubilosas claudicando en triunfo
y no cantaba
El veneno en las palabras
no cantaba
El vaho de la muerte en percusión
y no cantaba
con los ojos desbordados de memoria no cantaba
con sus amigos muertos a la espalda no cantaba
con la indignación del débil no cantaba
con el temblor militar y no cantaba
Lo miraban con ojos de visillo y no cantaba 
Cuando vienen los jinetes ácidos
la madrugada corta los helechos
y se lleva los leños del hogar
la leche fresca
los zapatos desgastados
la promesa
el peso del martillo y el año próximo
no cantemos por enorme que sea el coro
que un solo ser humano en su silencio
puede llevar al mundo a sus espaldas
contra la mentira pintada de sonrisa
contra la impiedad y su túnica de niebla
contra los que condenan al mundo a ser salvado
contra el odio agazapado tras un beso
No cantemos
Cabaret, 1972, dirigida por Bob Fosse.  

29.8.17

El sueño de King, 54 años después

Estatua de Martin Luther King en el parque Abraham Lincoln
de la Ciudad de México. (Imagen CC, vía Wikimedia Commons) 
Hoy hace 54 años que Martin Luther King pronunció el discurso "I have a dream" ("Tengo un sueño") ante la estatua conmemorativa de Abraham Lincoln en Washington y para casi 300.000 manifestantes, uno de los momentos culminantes de la lucha de los negros por conseguir los mismos derechos civiles de los blancos en los Estados Unidos. Era el 28 de agosto de 1963 y algo más de 9 meses después, el 2 de julio de 1964, se promulgaba después de una feroz batalla legislativa la Ley de los Derechos Civiles, que declaraba ilegal cualquier discriminación basada en raza, color, religión, sexo u origen nacional y que, por tanto, iba más allá de la lucha original. Aún así, tardaría años en irse haciendo efectiva con la entrada de negros en las universidades, con la lucha de los latinoamericanos por su dignidad, por los movimientos feministas y altersexuales (de homosexuales, bisexuales, transexuales, etc.)

El mensaje de King era complejo y sabio. Enfrentaba a las organizaciones que buscaban no justicia, sino venganza, a los promotores de la violencia como Eldridge Cleaver (ladrón, violador confeso, uno de los líderes de los Panteras Negras y participante en actos guerrilleros que dejaron al menos dos policías heridos... y que luego devendría republicano ultraconservador) o Huey Newton (fundador de los Panteras Negras y acusado de asesinar a un policía), o el propio Malcolm X y la Nación del Islam, grupo musulmán específico de los Estados Unidos que defendía la creación de un estado racialmente puro... de sólo negros). Y anotaba en su discurso: "En el proceso de obtener nuestro lugar legítimo, no debemos ser culpables de actos indebidos. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio.

Cartel del FBI en busca
de Chaney, Goodman
y Schwerner. 
El mensaje de King era complejo y amplio, como cuando se refería a la lucha de muchos blancos conscientes en favor de los derechos civiles de todos. Esa lucha estaba vivamente ejemplificada por el asesinato de tres activistas por los derechos civiles en Mississippi apenas dos meses antes del discurso, el 21 de junio, un grupo de diez hombres bajo órdenes de varios miembros de los Caballeros Blancos del Ku Klux Klan de Mississippi asesinaron a tiros a James Chaney, joven negro de Mississipi, de 21 años de edad (a quien torturaron antes de matarlo); Andrew Goodman de 20 y Michael Schwerner de 24, dos chicos de origen judío de Nueva York. Los tres trabajaban con el Congreso para la Igualdad Racial promoviendo que los negros del Sur de los EE.UU. se empadronaran para votar y poder decidir sobre sus gobiernos.

Sus cuerpos no se encontraron sino hasta el 4 de agosto de 1964.

De ahí que King señalara en su discurso: "La maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra no debe llevarnos a desconfiar de todos los blancos, pues muchos de nuestros hermanos blancos, como lo evidencia su presencia aquí hoy, han llegado a darse cuenta de que su destino está inextricablemente unido a nuestra libertad. No podemos caminar solos."

King entendía la esencia del racismo: juzgar a una persona por su aspecto externo, por su cultura o tradiciones. Juzgarla por lo que es y no por sus valores, opiniones, ideales, actos, pensamientos, sentimientos. Toda la lucha basada en la idea de que "todos los hombres son iguales", que también cita el discurso, tiene por objeto ir más allá de lo superficial para valorar a cada individuo en cuanto a lo más importante, a su mente y corazón. En ese sentido afirma: "Tengo el sueño de que mis cuatro pequeños hijos un día vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter".

Más allá de su inevitable mensaje religioso, como pastor que era, resonaba el humanismo que no dependía de la voluntad divina: "Con esta fe podremos trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir a la cárcel juntos, luchar por la libertad juntos, sabiendo que seremos libres algún día".

Y su gran final,  producto de un orador experimentado: "Y cuando repique la libertad, cuando permitamos que repique la libertad, cuando la dejemos repicar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos apresurarnos hacia ese día en que todos los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos, podremos unir las manos y cantar en las palabras del viejo espiritual negro: '¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias Dios todopoderosos, somos libres al fin!'"

Sólo queda un asunto ligeramente amargo en este recordatorio de un gran momento del siglo XX... la idea de que algunos, hoy, algunos que también se llenan la boca con las palabras "justicia" y "libertad" y "democracia" y "pueblo" encontrarían odiosas las palabras de King si tan solo reflexionaran en ellas.

Los defensores de la política de identidades aborrecerían estos pasajes si los abordaran.

Esas personas para quienes los blancos no deben defender los derechos de los negros (o de los indostanos, o los árabes, o los latinoamericanos, o los asiáticos) y desprecian la idea de hermandad. Y dicen que los hombres no son bienvenidos en la lucha por la igualdad de la mujer, y los heterosexuales deben abstenerse de trabajar en favor de los derechos de los altersexuales. Porque todos somos diferentes y debemos mantenernos separados... segregados (decía King en su discurso: "Ahora es el momento de elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación, hacia la soleada ruta de la justicia racial").

¿Qué tendrían que decir quienes afirman, insisten, exigen que la gente se defina por su color, género, sexo, preferencia sexual, estatura, peso corporal, deficiencias o no de todo tipo (discapacidades físicas o mentales de todo tipo, cada quien en su pequeño casillero, en su nicho, sin contaminarse, sin tocarse, sin hablarse y, sobre todo, sin correr el peligro de ofenderse entre sí, porque entonces la venganza y la censura y la violencia toman la palabra.

¿Acaso le reprocharían a King que usara la palabra "negroes" en lugar de emplear una fórmula que no pudieran hallar "ofensiva"(como si pudiera evitarse ofender a quien está decidido a sentirse ofendido por todo, todo el tiempo)?

Porque tenemos con nosotros todavía a los que siguen juzgando a los demás por el color de su piel y no por el contenido de su carácter. Y no son sólo los nazis (no hay neonazis, son nazis), los rescoldos del Ku Klux Klan, los supremacistas blancos, sino también algunos --no sé cuantos, espero que sean una minoría marginalísima-- que promueven el odio y la violencia, la censura y la división entre identidades mientras se fingen avatares del progreso y promotores de la justicia social. Son los que se dedican a puntuar a cada ser humano, usando el cruel ábaco del tribunal inquisitorial para decidir quién es más víctima y quién es más victimario por lo que es, sin importar lo que piense... quién es más distinto en un mundo donde no hay iguales porque la igualdad parece resultarles una idea despreciable y repugnante.

Mucho se ha avanzado en 54 años no sólo en Estados Unidos, sino en gran parte del mundo, donde no hace tanto tantos grupos humanos carecían de toda defensa legal ante la injusticia. Mucho falta por hacerse, muchísimo, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Pero también mucho estamos retrocediendo desde que los enemigos de la razón empezaron a luchar por tomar en sus manos el timón del progreso para convertirlo en regreso y desandar el camino ya recorrido sin importar que King dijera: "A medida que caminamos, debemos hacer el juramento de que siempre marcharemos hacia adelante. No podemos volver atrás". O quizá por llevarle la contraria.

No debemos volver atrás. Aunque en el proceso algunos sean acusados del terrible pecado de preferir avanzar en lugar de volverse conservadores y policías de todos los demás.