Me gustaría saber su opinión a cerca del porqué del miedo a lo nuclear. ¿Qué hace que el hablar a favor de esta manera de conseguir energía haga que te expulsen de según que grupos?
Las armas nucleares son aterradoras, sin duda. Pero no más aterradoras que todas las demás armas. Matan más gente, pero esto no justifica que sean más temibles que otras. Desde el punto de vista de las víctimas, cada una es igual. Su efecto a largo plazo, por la radiación, y el hecho de que sea indetectable, añade un tono siniestro a estas armas.
Y ante eso pierden de vista los argumentos utilizados por Estados Unidos para emplear estas armas con objeto de terminar la guerra en el Pacífico. Esto ahorra por supuesto entrar en los dilemas que representa una decisión así, o en un "usted qué haría". Si la pregunta fuera únicamente "¿Usted lanzaría una bomba atómica sobre una ciudad?" la respuesta es sencilla, por supuesto que no. Salvo que se trate de verdaderos psicópatas, hacer tal cosa por capricho sería inimaginable.
Pero la pregunta no era esa. Había un contexto donde las decisiones posibles eran todas horrendas y había que elegir el mal menor.
Por supuesto que no hay guerra bonita, ni mucho menos, y acabar con la guerra de golpe consiguiendo la rendición de Japón era una idea que se presentaba cuando los aliados habían perdido 4 millones de soldados y 25 millones de vidas civiles (y, del lado del eje, principalmente Japón, habían muerto 2 millones de soldados y 750 mil civiles).
Los estrategas calcularon que la invasión de Japón y su conquista por métodos, digamos, tradicionales, podría costar las vidas de 1 a 4 millones de soldados aliados y entre 5 y 10 millones de vidas japonesas. Las bombas nucleares provocaron unas 200.000 muertes y la rendición inmediata.
Ahora la pregunta era: "¿Usted lanzaría bombas atómicas sobre dos ciudades matando a 200.000 personas inocentes o preferiría usted invadir el país matando a entre 6 y 14 millones de personas, entre su propia gente y la del enemigo?"
Este dilema no se comenta con frecuencia, por supuesto, y a la distancia histórica es muy fácil condenar cualquier decisión que se hubiera tomado (y hasta olvidar las atrocidades del ejército japonés, que fueron terribles) y por supuesto es muy cómodo suponer que se puede hacer una guerra con florecitas y terminarla dándole pastel de arándanos al enemigo.
Sobre todo un enemigo como el Eje. Hoy parece como si la única atrocidad de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido ésa, y sólo la hubiera cometido Estados Unidos, considerado por muchos el adversario ideológico y político. Pero el asunto no se puede despachar sin tener en cuenta lo que había sido el expansionismo imperialista militar de Japón y las terribles masacres que su ejército cometió en la guerra.
En eso pensaban también los científicos que hicieron la bomba. No estaban tratando de matar inocentes, estaban tratando de terminar con una guerra terrible que también los ponía en peligro a ellos y a los suyos. Cuando empezaron, estaban conscientes de que había físicos en Alemania que estaban intentando lo mismo. Si Hitler hubiera tenido armas atómicas antes que los Aliados, se habría perdido la guerra con consecuencias atroces. Se estaban defendiendo, como Turing tratando de romper el código nazi de las máquinas Enigma.
Eso pensaba Einstein también cuando propuso que se podía construir una bomba atómica antes que los países del Eje la tuvieran.
Pero, acabada la guerra, habiendo la posibilidad de hacer armas nucleares, más países quisieron tenerlas. En particular lo que era la ya casi olvidada URSS, que emprendió con Estados Unidos un enfrentamiento por la hegemonía mundial que se conoció como la guerra fría y que duró desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1991, cuando la URSS se desmoronó.
La guerra fría implicó una carrera armamentista delirante que absorbió grandes cantidades de recursos en los dos bandos implicados: los países de la OTAN encabezados por EE.UU., y los países del Pacto de Varsovia encabezados por la URSS. Continuamente se hacían y anunciaban armas cada vez más potentes, más mortales, capaces de ser lanzadas en misiles balísticos intercontinentales que viajaban a 1.200 kilómetros de altura para finalmente atacar al enemigo, en Washington, Moscú, San Petersburgo o Nueva York. Y para valorar la capacidad destructiva de sus armas, los países las probaban haciéndolas estallar en desiertos, en alta mar, en el lecho marino, en islas deshabitadas... De las bombas de fisión nuclear se pasó a las de fusión o de hidrógeno, con una capacidad destructiva inconcebible.
Los habitantes del planeta por entonces estábamos muy agudamente conscientes de que bastaba una crisis política, un líder trastornado, un simple malentendido como en las películas, un cálculo equivocado, y lloverían cabezas nucleares de un lado al otro, destruyendo lo que conocemos como civilización y con riesgo de extinguir incluso a la especie. Así de sencillo. Así de aterrador. Vivimos quizá 25 años al borde de la hecatombe nuclear, en una posición, entre EE.UU. y la URSS de destrucción mutuamente asegurada: si uno empezaba la guerra, destruiría al otro, pero también sería destruido (en inglés eso se conocía como Mutually Assured Destruction o MAD, que significa "loco" u "orate").
Eso pesaba en la tensión cotidiana. De todos.
Era lógico, absolutamente lógico, que millones y millones de personas se opusieran al armamento nuclear y a la carrera bélica entre las dos superpotencias. El movimiento antinuclear nació como reacción ciudadana contra las armas nucleares y el riesgo de la destrucción de millones de personas.
Una anécdota curiosa es que Greenpeace nació originalmente para oponerse a una prueba nuclear francesa (que, profetizaban los miembros del grupo, iba a provocar un tsunami aterrador, cosa que no ocurrió; por eso el grupo se llamaba "Don't Make a Wave", "No hagan una ola"). Su primera acción fue conseguir un barco e ir a tratar de detener con su presencia una prueba nuclear estadounidense en Amchitka, una isla de las Aleutianas. Esto ocurrió a fines de 1971 y otros enemigos de las armas nucleares se manifestaron en todo el mundo. Entre ellos estaba un grupo diminuto de jóvenes (muy jóvenes) en México, donde se contaba servidor junto con sus amigos del bachillerato. Éramos tan pocos que cupimos en un solo furgón (o "julia") de la policía. Nosotros no trascendimos, obviamente, Greenpeace sí.
Pero la preocupación por las armas nucleares se trasladó extralógicamente a los reactores nucleares para la generación de electricidad que se empezaron a construir en la década de 1960. Las preocupaciones por los efectos de un bombardeo nuclear se trasladaron al miedo al uso pacífico de la energía nuclear y sus problemas (especialmente de seguridad y de residuos nucleares) y, muy pronto, los enemigos de las armas nucleares se convirtieron en enemigos de toda forma de energía nuclear (incluidos los aparatos utilizados para radioterapia, para mutagénesis de cultivos, para diagnóstico con radioisótopos, para muchos usos). Todos los usos pacíficos de la energía nuclear se vieron englobados en un miedo que, más que temor racional o precaución razonable basada en datos, se convirtió en pánico fanático e irracional.
Allí sí ya no estuvimos muchos.
En ese proceso, cualquiera que defienda los usos pacíficos de la energía nuclear o cualquier elemento radiactivo que pueda ser benéfico se ve identificado con la maldad de quien arroja bombas atómicas malévolamente sobre una población civil, una especie de Dr. Strangelove contra el que todo vale. En esta lucha absurda juega un papel importante todavía Greenpeace, que se opone incluso a la investigación en fusión nuclear, que sería una extraordinaria fuente de energía renovable, limpia, segura y casi gratuita, la mejor promesa de las renovables, pues. Y, por supuesto, los hechos, datos, números, evidencias, desarrollos, novedades, avances, estudios, etc. no tienen cabida en el debate. Se ha vuelto asunto religioso. Como tantos temas de la ecología, el animalismo y la neofobia.