Donald Trump Jr. (Fotografía CC de Gage Skidmore, via Wikimedia Commons) |
Me asombra que, al parecer, en España no estamos demasiado conscientes de la situación desastrosa que está viviendo la presidencia estadounidense, esa escalofriante pesadilla en que habitamos desde que, la noche del 8 al 9 de noviembre de 2016, se anunció que Donald J. Trump había ganado los votos necesarios en el colegio electoral para ser proclamado 45º presidente de ese país.
El último capítulo ha sido la confesión abierta de Donald Trump Jr. en el sentido de que se reunió con una abogada rusa cuando se le ofrecieron datos oficiales del gobierno ruso para combatir a Hillary Clinton como parte del esfuerzo del gobierno de Putin por ayudar a Trump.
La confesión es tan asombrosa que los titulares, incluso de diarios amigos de la administración enloquecida del Calígula del peinado imposible, llamaron al heredero "idiota". La idea es que en el momento en que una potencia extranjera (ya no digamos una potencia enemiga como lo es Putin de todo lo que significa la Ilustración, la democracia y la ley) te ofrece ayuda para alterar unas elecciones, deberías haber llamado al FBI. Pero ni el hijo ni el padre lo vieron así. De hecho, el presidente Trump (dos palabras que nunca deberían haber estado juntas) señaló en Francia apenas ayer que "cualquiera" habría aprovechado la oportunidad que se le dio a su hijo de obtener información por ese medio y que "además la reunión no dio ningún fruto" (cosa que está por verse, por cierto, como han señalado críticos de la talla de Keith Olbermann). Es decir, que hubo intento de incendiar el edificio, pero como no prendió, no hay delito.
Lo que revela esta actitud es un profundo desprecio a las leyes, a la idea misma de que es bueno para una sociedad autolimitarse emitiendo legislación que oriente sus acciones y les ponga cotas y límites.
Las leyes son los instrumentos que permiten la convivencia de individuos distintos, con intereses, deseos, ideas y creencias diversos y, con frecuencia, contrapuestos. Los animales sociales no humanos no emiten legislación, pero basta observarlos como lo han hecho los etólogos para descubrir el entramado de reglas, de obligaciones, deberes y prohibiciones, que permiten la vida en sociedad de la tropa de chimpancés, de la manada de lobos o de la colonia de suricatos. Los seres humanos escribimos esas leyes, las debatimos, las interpretamos y las vamos haciendo evolucionar (a veces con una lentitud dolorosa) porque de otro modo nuestra sociedad sería inviable.
Pero hay, a izquierda y derecha, personas y organizaciones que no tienen, ni en la teoría ni en la práctica, respeto alguno por las leyes. Las leyes son para ser utilizadas en tu beneficio o despreciadas, cuando no derogadas así sea mediante la violencia para imponer otras más cómodas.
Denigrar el cuerpo legislativo de una sociedad y a sus representantes es, por otro lado, un excelente fulcro para apoyar cualquier arenga demagógica... pienso inevitablemente en el rechazo tajante que expresan ciertos grupos políticos a la normalidad constitucional producto de las negociaciones de la transición española de 1978 y a las leyes que de ella se han desprendido. Y allí coinciden los que encuentran fácil decir que la dictadura sigue tal como estaba en 1974 y los que dicen que la democracia destruyó la pacífica convivencia del franquismo. Extremos que no deberían ni saludarse pero que se tocan, se manosean y se van juntos a la cama sin pudor alguno.
Para los Trump, las leyes no son entidades respetables, ni la sociedad es una colección de seres humanos que ameriten el reconocimiento de su dignidad individual y social. Simplemente no creen en las leyes y, de manera demostrable, nunca se han regido por ellas, beneficiándose en cambio de corruptelas, amistades, complicidades y uso contundente del poder económico.
Todo ciudadano debería estar consciente de lo que significan las leyes y por qué las tenemos, siendo imperfectas, y por qué es mejor cambiarlas por mutuo consenso que con un golpe de fuerza que permita a cualquiera, a uno solo, a una camarilla, dictarlas a capricho. Ni el Directorio que impuso el terror en la Revolución francesa, ni el Comité Central de los partidos comunistas, ni dictadores varios (Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, Somoza, Videla, Idi Amín, Pol Pot, usted anote a sus favoritos) han conseguido hacer un trabajo ni siquiera mínimamente comparable a las leyes forjadas en un entorno democrático y representativo, curiosamente siempre mejores cuanto más democrático y más representativo sea el cuerpo que las expide.
Sin embargo, es tan seductora la idea de que todo está mal y todo puede ser perfecto que la gente acaba votando a quienes precisamente desprecian las leyes, esperando de ellos que sean mejores que quienes no han sido perfectos.
Decía El Quijote que la buena ley es superior a todo hombre. Y es cierto. Pero la buena ley además hace que la sociedad actúe de manera más moral, más justa y más sensata que nosotros como individuos. Cuando las leyes se parecen a los individuos y a sus pasiones más desatadas, es menos sana la convivencia entre todos.
Sin educación para la ciudadanía, sin embargo, veo difícil que se promueva una comprensión de por qué nuestro marco jurídico es tan imperfecto y que, aún así, sea mucho mejor que las opciones a mano. Estamos creando generaciones pletóricas de Donalds Trump Jr. en distintos sabores y tamaños, pero unidos por ese desdén a lo que nos permite vivir juntos más o menos civilizadamente.