13.3.18

Cadena perpetua y demagogia

La cárcel de Carabanchel una semana antes de su demolición. Cada
hueco era la puerta de una celda. Copyright © Mauricio-José Schwarz 2008-2018
"Si escapo, les prometo que mataré y violaré, y disfrutaré cada minuto de ello", declaró Westley Allen Dodd en 1992 pidiendo ser ejecutado por el asesinato y violación de tres niños, con métodos considerados de los más malvados de la historia.

En diciembre de 1977, acusado de al menos 30 asesinatos y violaciones, Ted Bundy escapó de prisión. En enero, entró en un dormitorio universitario de mujeres y mató a dos alumnas. En febrero asesinó a una niña de 12 años. Reapresado, fue condenado a muerte. Se calcula que asesinó y violó a unas 100 mujeres.

Estos casos son conocidos porque son excepcionales, incluso en la excepcionalidad del mundo siniestro de los asesinos en serie. Pero ejemplifican un hecho difícil de afrontar para muchos: hay algunos delincuentes a los que es imposible reintegrar a la sociedad. Sí, toda nuestra tradición ilustrada y humanista quisiera que no fuera así, pero es un hecho con el que deben lidiar las sociedades. Es un problema ante al que toda sociedad debe asumir un posicionamiento.

Cada vez que en España hay un caso de asesinato especialmente gravoso, el debate sobre la pena de muerte y la cadena perpetua se reaviva con posiciones tan irreconciliables como irracionales. De un lado, gente identificada con la derecha política pretende utilizarlos para volver a instaurar penas más largas y duras que las que contempla actualmente el Código Penal. De otro lado, gente identificada con alguna izquierda se opone firmemente a tales penas con la convicción de que lo único que busca la derecha es la venganza o el castigo. Y ambos funcionan con falacias graves que no deberían ser la base de la toma de decisiones en una sociedad.

El individuo o la sociedad

Los conservadores, en general, defienden la idea de que las penas para los delincuentes deben ser castigos, en gran medida venganzas sociales. Se basan en la idea de que todo delincuente está ejerciendo su absoluta libertad individual y por tanto se le debe cargar con el 100% de la responsabilidad por los delitos cometidos. Su ejemplo acabado son por igual la shari'ah que el sistema penal chino o, destacadamente (por su presencia en nuestro tejido cultural), el sistema penal estadounidense, sobre todo a partir de mediados de los años 70, cuando la política de rehabilitación empezó a ceder espacio a la política punitivaHard time, o tiempo de prisión duro implica castigos feroces a los reos: baños de agua helada, trabajos forzados y permitir que se cree un ecosistema depredador dentro de la prisión, sin garantía alguna para el preso, donde las peleas, las golpizas, las violaciones, la intimidación y la humillación son las monedas con las que se obtiene o pierde jerarquía en una selva artificial donde el horror es el ambiente cotidiano.

La ineficacia de este sistema se hace evidente tanto en los índices de criminalidad como en los de reincidencia. Al delincuente encallecido no lo detiene el miedo a la cárcel, ni siquiera el miedo a la ejecución. Y no es razonable que una experiencia brutal en prisión haga que salga por la puerta, al compurgar la pena, un ciudadano ejemplar arrepentido y decidido a normalizar su existencia. Así, Estados Unidos tiene la mayor proporción de su población en prisión, 716 personas por cada 100.000 habitantes. Con un 4,4% de la población mundial, EE.UU. alberga al 22% de los prisioneros del mundo, además de tener la tasa más alta de homicidios del mundo desarrollado con 4,88 homicidios por cada 100.000 habitantes contra 1,68 de Canadá, 0,92 del Reino Unido, 0,66 de España o 0,31 de Japón.

La idea es que el delincuente sufra proporcionalmente al daño infligido. Como si no hubiera habido ningún avance en la moral humana desde el "Ojo por ojo y diente por diente" del Código de Hammurabi.

Los que se autodenominan progresistas por su parte consideran que el sistema penal debe tener por objeto la regeneración del delincuente de modo que se reintegre a la sociedad. Aquí también hay posiciones extremas, como las que afirman que la naturaleza humana es infinitamente maleable, es decir, que todo delincuente puede ser reintegrado, lo cual con frecuencia se acompaña de la convicción, explícita o implícita, de que en realidad el delincuente es producto de la sociedad. Es decir, que todo delito es resultado de una falla de la sociedad, no del individuo y, en las visiones extremas, el delincuente es siempre una víctima, como lo ejemplifican declaraciones que hemos podido leer mostrando más comprensión por el terrorista que comete un atentado o por un asesino o agresor que por sus víctimas.



Primero que nada, hay que recordar que hasta mediados del siglo XIX, como comento en el vídeo que dediqué precisamente a la pena de muerte, la prisión no estaba concebida como castigo. La prisión era esencialmente preventiva, el reo estaba en ella hasta el juicio, donde se le hallaba inocente y se le liberaba o se le hallaba culpable y se le condenaba a muerte, se requisaban sus bienes, se le mutilaba, se le humillaba públicamente o se le enviaba a trabajar gratis para el estado o para algún poderoso.

Y allí está el primer punto a tener en cuenta: la prisión es una institución moderna, que sustituye a las penas brutales del pasado. No es razonable, ni lógico, comparar la pena de muerte con la prisión perpetua, porque las diferencias son de fondo, empezando porque un error judicial puede resarcírsele a un ciudadano injustamente condenado a prisión al menos en una pequeña parte, con su liberación y el pago de daños y perjuicios y el futuro que le quede todavía. Pero el mismo error no puede hacer nada por quien ha sido injustamente ejecutado. Es definitivo.

Apresar a alguien tiene, inevitablemente, un factor de castigo aún en los esquemas más centrados en la regeneración. La pérdida de la libertad es algo terrible y no se le puede minimizar en modo alguno. Pero por ello mismo debemos tener claro -para participar en el debate- todo el panorama que implica que una sociedad decida encarcelar a uno de sus miembros, y cuándo podría hacerlo para el resto de su vida natural -o casi.

Las penas, por terribles que sean, no disuaden al delincuente, esto ya lo sabemos con una larga experiencia ejecutando a nuestros congéneres, torturándolos y cortándoles pedazos. Pero cuando discutimos sobre si la prisión debe ser un castigo o una oportunidad de rehabilitación, debemos tener en cuenta la realidad de la reincidencia. Es decir, si la prisión no disuade a quien no ha caído en ella, ¿al menos impide que quien cae en ella vuelva en poco tiempo como reincidente? Todo indica que un sistema de reinserción bien llevado es mucho más exitoso que uno punitivo en uno de sus objetivos fundamentales: impedir la reincidencia. Los estudios al respecto son abundantes y convincentes.

Así, si queremos que menos delincuentes vuelvan a prisión, es mejor rehabilitarlos que castigarlos -y generar en el proceso rencor contra toda la sociedad-. En ese sentido, salvo por la visión en gran medida religiosa de la derecha, el debate está bastante zanjado.

La cárcel de Carabanchel una semana antes de su demolición.
Copyright © Mauricio-José Schwarz 2008-2018
En ese esquema, ¿tiene algún papel que jugar la prisión perpetua, revisable o no? Olvidemos por un momento las motivaciones ideológicas de los conservadores al promoverla y veamos los hechos reales: por buenas intenciones que tengamos, hay una cantidad determinada de delincuentes que van a reincidir inevitablemente.

Algunos son culpables de delitos menores, y son los que -ellos sí- tienen puertas giratorias en las cárceles: estafadores, carteristas, ladrones, atracadores y pillos de poca monta para los que la delincuencia es un modo de vida del que no tienen previsto apartarse. Salen de la cárcel para volver tarde o temprano. En su caso, si bien la rehabilitación es inútil en muchos casos, la amenaza que representan para la sociedad es más bien leve, y entran y salen y de cuando en cuando hay un reportaje en televisión donde la policía dice que ya conoce a los carteristas del metro de Madrid, pero no hay forma de deshacerse de ellos efectivamente, salvo que se les dictara prisión perpetua, pero todo sentido de la proporcionalidad nos dice que eso es inaceptable.

Pero hay otros delincuentes que entran en los espacios mentales tenebrosos de Westley Allen Dodd, Ted Bundy y otros personajes que se han separado en gran medida de todo concepto de empatía y decencia humanas. Son los que, al reincidir, pueden ocasionar gravísimos daños a otras personas, a las vidas, la dignidad, la integridad física y emocional de sus víctimas directas e indirectas (y las indirectas muchas veces son toda la sociedad). A diferencia del retrato casi heroico que crean de ellos el cine, la literatura y la televisión, los delicados, inteligentes, seductores y sofisticados Hannibals Lecter y los amantes de los acertijos como el John Doe de Seven o los heroicizados Mickey y Mallory Knox de Tarantino, los delincuentes de la vida real son habitualmente seres sin más motivación que su placer, con una inteligencia escasa, habiendo excepciones, sin ninguna sutileza, ignorantes, arrogantes y embrutecidos, con cero atractivo físico, espiritual, humano o intelectual. Como El Hijo de Sam, Eileen Wuornos, Jeffrey Dahmer o Andrei Chikatilo.

Cuando se habla de prisión permanente, de cadena perpetua, es en estos personajes en los que se debe pensar, sobre todo. En los casos, por poco frecuentes que sean, en que la sociedad tiene ante sí a una persona imposible de rehabilitar, que en muchas ocasiones reconoce y declara abiertamente que es imposible de rehabilitar, que no quiere hacerlo, y que si se le da la menor oportunidad, volverá a matar o a violar. Casos conocidos son el del 'violador del ascensor', Pedro Luis Gallego; el 'celador de Olot', Joan Vila Dilmé; 'el asesino de la baraja', Alfredo Galán Sotillo; 'el monstruo de Machala', Gilberto Antonio Chamba Jaramillo o asesinos que caen en la definición de psicópatas como José Bretón o David Oubel Renedo, ambos asesinos de sus propios hijos.

No pretendo tener las respuestas, no creo siquiera que haya una sola respuesta satisfactoria para todos los casos, sino que esto es y debe ser asunto de una reflexión social compartida que contemple lo general y la casuística, y que por tanto debe ser profunda y cuidadosa, pero que desgraciadamente no lo está siendo porque, más allá de las víctimas, de los presos y de la moral social, lo que han decidido dirimir los partidos y los medios de comunicación (todos) son las votaciones de las próximas elecciones, el convencimiento político, la superioridad sociomoral, por sobre el cuerpo de una u otra víctima, o el análisis de uno u otro asesino, todos más allá de toda razón, instalados en la más descontrolada demagogia.

Y así no vamos a ningún lado.