2.8.18

La permanencia de lo digital

"Girasoles" de Van Gogh. Museo Van Gogh de Amsterdam. 
En 2015 leí por primera vez acerca de las voces de alarma referentes a los cuadros de Van Gogh: sus amarillos, vibrantes, encendidos, casi descarados, estaban desvaneciéndose a un marrón insípido y traidor. Científicos diversos explicaban que los pigmentos ricos en sulfatos, como el cromato de plomo amarillo y el sulfato de plomo blanco (que Van Gogh usaba abundantemente, por ejemplo, en sus cinco versiones de los girasoles) se degradan a la luz del sol y el cromo se altera cambiando de color. Los rojos se hacen rosas, los púrpuras se degradan en azules...

Obviamente, este problema no es sólo de los cuadros de Van Gogh, aunque éstos se han utilizado como marco de referencia porque Van Gogh hablaba ampliamente, en sus cartas a su hermano Theo, sobre sus pigmentos, y por tanto es posible saber qué compuestos hay en los cuadros sin tener que rasparlos para someter algo de su polvillo a un análisis, digamos, de cromatografía de gases.

Todo lo cual es interesante y valioso sobre todo porque promete cumplir lo esencial: queremos ver las obras tal como las pintaron los creadores. Queremos tener el máximo acercamiento posible a su experiencia, porque es parte de nuestro legado humano... como queremos que los monumentos del pasado no se conviertan en polvo y tememos que la fragilidad del mármol haga un día que la pierna izquierda del David de Miguel Ángel cedan y esa obra maestra se desmorone incluso allí, en su pedestal de la Galería de la Academia de Florencia.

Miguel Ángel, "David", Galería de la Academia de Florencia.
Fotografía ©Mauricio-José Schwarz
La fotografía ha intentado rescatar los originales pero tenemos otro problema allí: la película fotográfica también se degrada al paso del tiempo. El color deslavazado de las viejas diapositivas Kodachrome es fuente de desazón para cualquiera que haya querido inmortalizar los festejos familiares de hace 50 o 60 años, y con tiempo suficiente toda la imagen se desvanecerá. Las impresiones fotográficas no corren mejor suerte, y hay que protegerlas del sol tanto como a las pinturas de los viejos maestros.

Las copias de los artistas más o menos hábiles que solemos encontrar en los museos trabajando en la imitación lo más precisa posible de las obras originales tampoco son un sustituto satisfactorio de la obra original. Siempre tienen esa sensación de ser el fallido Quijote de Pierre Menard que narrara Borges. Por precisa que sea la copia, no es el autor, no es el momento histórico, no son los aromas, los sonidos, los dolores y las alegrías que motivaron a Gerard Dou o a Durero o al Bosco o a Van Gogh. Que la diferencia sea probablemente indetectable es irrelevante, porque en el momento en que sabemos que es una copia los mecanismos que se disparan dentro de nosotros nos dicen que la diferencia es enorme.

Artista copiando un mármol del Mausoleo de Halicarnaso. Museo Británico.
Fotografía ©Mauricio-José Schwarz
No hay nada místico en la obra original, por supuesto, no hay una emanación mágica, un aura mística que nos informe espiritualmente que este cuadro es un original de Remedios Varo y éste otro, idéntico, una copia de un falsificador tunante. De hecho, mientras no lo sepamos, no pasa nada, no ocurre esa magia... pero en cuanto sabemos que estamos ante un duplicado, la magia (la interior, la única que existe) se desvanece como los amarillos de Van Gogh.

Sólo hay una forma de preservar al máximo las obras de arte tal como están en este preciso instante, y es la reproducción digital a altísima resolución. Las reproducciones digitales incluso nos pueden permitir dar un paso hacia atrás en el tiempo y calcular, según las determinaciones de los químicos y otros científicos, de qué color debió haber sido este tono de anaranjado o de azul en el momento en que fue pintado, analizando con enorme precisión la degradación sufrida por el pigmento en los años transcurridos y bajo las condiciones en que ha estado expuesto, la luz, el hollín de las velas, la humedad y otros factores que van distorsionando la obra de arte desde que se crea.

No sé usted, a mí me tocó la época en que lo digital era considerado frío e impersonal, además de absolutamente provisional. Cuando los torpes inicios de la digitalización del mundo se guardaban en diskettes magnéticos que podían fallar -y fallaban- de manera espectacular y catastrófica, cuando no éramos nosotros mismos los encargados de convertir en confeti térmico el contenido de aquellos frágiles dispositivos.

(Me recuerdo un día completo en mi casa en México, con el escritor y periodista madrileño Luis Méndez, haciendo un primitivo análisis forense de un diskette de 3 1/2 pulgadas donde su más reciente novela había quedado inaccesible, extrayendo párrafo a párrafo y a ratos línea a línea su trabajo para reconstruir el manuscrito mientras filosofábamos sobre la conveniencia de tener siempre copia de seguridad de todo... lección que algunos no han aprendido.)

Vitrales de Sainte Chapelle, París.
Fotografía ©Mauricio-José Schwarz
Hoy, la digitalización de la experiencia humana es su mejor apuesta para la permanencia. La permanencia puede no significar un ilusorio "para siempre", pero sí que las generaciones próximas puedan disfrutar de creaciones humanas que son su propiedad, su herencia, y que podemos evitar que sufran el destino de los libros de la Biblioteca de Alejandría, masacrada lenta y minuciosamente durante seis siglos. Quizá esos libros no contenían los secretos de la materia oscura o de la teoría de cuerdas, o sobre la evolución de las especies y la doble hélice del ADN, pero sí contenían historias, poemas, cuentos, fantasías e imaginaciones que sería bueno, simplemente, conservar hoy, porque nos haría más ricos a todos.

Quizá en versión digital, durarán más tiempo Van Gogh y Miguel Ángel, el Partenón y la ciudad de Angkor Vat, y más trabajos como el poema de amor más antiguo que conocemos, de la mujer que le cantaba a su amado en Ur hace 4 mil años:
Esposo, déjame acariciarte,
Mi preciosa caricia es más sabrosa que la miel,
En la recámara, llena de miel,
Déjame disfrutar tu bondadosa belleza,
León, déjame acariciarte.