8.2.16

Libre expresión... ¿cuánta?

John Stuart Mill (1806 -1873), filósofo de la ciencia, pensador político y social,
feminista y servidor público, retratado por George Frederic Watts.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)

España, como otros muchos países, mantiene leyes que penalizan la expresión verbal o escrita de las opiniones. Es decir, la libre expresión de las ideas. Decir o escribir ciertas palabras que correspondan a ciertas ideas puede conducir a la cárcel, la multa, el juicio y la vergüenza pública.

Excluyamos, porque sé que de inmediato los enemigos de la libre expresión echan mano de este recurso, a la mentira, la estafa, el timo, la revelación de secretos, la publicidad engañosa y otros casos en los que lo que se expresa no son ideas, opiniones o posiciones personales, sino afirmaciones que se presentan como hechos reales, y de cuya veracidad sí se puede hacer responsable a quien las dice. El que afirma curar el cáncer con un yerbajo, por poner un caso, está poniendo en riesgo la vida de otros al hacer una afirmación fáctica sujeta a que se demuestre su veracidad o no, y responsabilizarlo de ella incluso penalmente.

Así que acotamos: hablamos de la libre expresión de las ideas, de las opiniones, de las creencias, de las posiciones políticas, religiosas, etc., no de afirmaciones sobre hechos contrastable. En esa acotación, cualquiera tiene derecho a decir "yo creo que este yerbajo cura el cáncer".

Las democracias hijas de la ilustración, y en no pocos casos las dictaduras de distintos signos y orígenes, han rendido pleitesía verbal a la libre expresión, pero siempre coartándola de un modo u otro. (Cuando no directamente dicen que no es uno de sus valores, como solía repetir Fidel Castro cada vez que lo entrevistaba Bárbara Walters: "Nosotros no tenemos el concepto de libertad de prensa que tienen ustedes".) La verdadera libertad de expresión es anatema incluso para los grupos o colectivos (más o menos vagos o precisos) que se presentan como progresistas, defensores de los derechos, etcétera.

Un ejemplo reciente en España lo exhibe de manera descarnada. Un grupo de titiriteros (espectacularmente malos, por añadido), contratado por el Ayuntamiento de Madrid para las festividades del carnaval, presentó un espectáculo que indignó a algunos padres de los niños que asistían a la función callejera (anunciada por el propio Ayuntamiento como "recomendada para niños").
Captura de la página del Ayuntamiento de Madrid anunciando
el espectáculo
Que la historia sea o no para niños es cosa de los padres y discutirlo desvía la atención de lo esencial (que es lo que ha pasado, se ha desviado). La obra es un panfleto ideológico (legítimo) que incluye violaciones, asesinatos y el intento de encarcelar a una mujer atribuyéndole un cartel que, más o menos veladamente hace referencia a la organización terrorista ETA, lo cual provocó que alguno de los presentes llamara a la policía. (Esto será difícil de entender para quien no vive en España, pero los 800 asesinatos cometidos por los supuestos libertadores de ETA pesan mucho en las relaciones sociales e incluso en las ideológicas, de modo verdaderamente alucinante.)

Los policías que acudieron decidieron que podía haber un delito de "enaltecimiento del terrorismo" (uno de los delitos de opinión que existen en el código penal español, artículo 578), detuvo a dos de los titiriteros y se desató poco más o menos que la tormenta. La derecha española exigiendo todo el rigor de la ley para los desafortunados y poco originales titiriteros, y la izquierda dedicándose a demostrar con hordas de ejemplos que los niños ven cosas igual de horrendas a diario en la televisión, en los cristos sangrantes de las iglesias y demás situaciones. Recurriendo, pues, a la falacia del Tu quoque (o "y tú más") como justificación no sólo de los titiriteros, sino de los despistados que en el Ayuntamiento los contrataron y los anunciaron como espectáculo infantil.

Lo que más me ha llamado la atención es que la defensa de una buena parte de esa izquierda, la más cercana al Ayuntamiento de Madrid, no ha pasado casi por la defensa de la libre expresión como concepto, como libertad fundamental, como derecho sin el cual se deprecian todos los demás. Es decir: a los titiriteros no se les debe perseguir ni encarcelar ni multar si uno cree que la libre expresión debe ser un valor social. Deben ser libres porque creemos en su libertad de decir lo que sea. Si el Ayuntamiento de Madrid debió o no pagarlo, o anunciarlo como espectáculo infantil, que haya responsabilidades políticas, pero ése es otro tema.

Hay una izquierda regresiva (por llamarle de algún modo, y no sé, ni pretendo saber si es minoritaria o mayoritaria), que al darse el atentado contra la revista Charlie Hebdo en París, así como el asesinato de Theo Van Gogh, los motines por las caricaturas de Mahoma en el diario danés Jylland-Posten (que dejaron más de 200 muertos) y otros casos, hizo un ejercicio de cierta justificación de la violencia: los musulmanes se habían sentido "ofendidos" y su profunda ofensa "explicaba" que reaccionaran matando a quien dibuja o hace cine. El mensaje, claro, era que la "libertad de expresión" tenía y debía tener sus límites, que "no vale todo".

Esa misma izquierda regresiva es, con frecuencia, defensora de muchas formas de lo que se conoce como "corrección política" y que no es sino la imposición de límites cada vez más estrechos y caprichosos a la libertad de expresión. Decir algo incorrecto respecto de ciertos temas considerados sagrados, especialmente en el ámbito de la política de identidades, puede ser no sólo censurado, sino pretexto para que alguien sea despedido, humillado públicamente, que se le retiren honores o reconocimientos por actividades que nada tienen que ver con la expresión considerada ofensiva y lo deja, para todo efecto práctico, indefenso (e indefendible, su culpa se contagia a quien comente contra la politicorrección) y declarado culpable sin mediar más que el consenso de un grupo determinado...

Y luego se encuentran con que defender la libre expresión les queda como unos pantalones cuatro tallas demasiado grandes.

El grupo universitario "Contrapoder", comandado por los hoy
dirigentes de Podemos, defiende la libre expresión del
etarra De Juana Chaos...
... y el mismo grupo "Contrapoder" impide la libre expresión de
Rosa Díez en octubre de 2010.
Un ejemplo claro es lo que se ha vivido en la facultad de ciencias políticas de la Universidad Complutense donde en 2005 el grupo Contrapoder defendía al terrorista Iñaki de Juana Chaos diciendo que estaba "Preso por escribir" (se le había recluido en prisión por 25 asesinatos y, una vez libre legalmente, se le volvió a detener por expresar "amenazas" en unos artículos periodísticos)... pero en 2010 se escrachaba a la dirigente del hoy agónico partido de derecha liberal nacionalista UPyD, Rosa Díez, para impedir que hablara en el auditorio de esa misma facultad, como si sus palabras no merecieran la misma consideración.

Esta contradicción es igualmente inaceptable sin importar en dónde ocurra, en un grupo dominado por la derecha o en cualquier otro de ideología compartida que excluya de una libertad fundamental a todos menos los propios de modo hipócrita. Y esto es independiente de lo que uno personalmente pueda opinar de Rosa Díez o de De Juana Chaos.

Y es exactamente lo mismo que ha hecho la derecha, los antiprogresistas, los autoritarios y los reaccionarios: el fascismo y el nazismo, el macartismo, la dictadura franquista, las dictaduras militares suramericanas de los 50 a los 80, la "dictablanda" mexicana (en la que han ocurrido múltiples atropellos, el menor de los cuales sería que a quien esto escribe se le negara un puesto de trabajo por ser "comunista" --sólo era de izquierda, pero quien decidía no entendía de matices en cuanto a izquierda, todos, hasta Obama, le parecen comunistas y ya)... es decir, mantener una opinión política en esas sociedades era igualmente peligroso. Se podía perder el empleo, la libertad, la vida o, al menos, oportunidades diversas y consideración social.

Resulta lamentable que los perseguidos se vuelvan tan alegres perseguidores, que las posiciones de censor y censurado se intercambien tan fácilmente y con tan poco análisis crítico de los peligros que comporta hacer lo mismo que el adversario o, directamente, convertirse en lo mismo que el adversario sacrificando los principios a los dogmas. Porque algunos han asumido como propia una de las posiciones clásicas de la derecha contrailustrada: la idea de que el libre pensamiento y la libre expresión de sus productos no son ni deben ser sagrados, que alguien, alguna autoridad, algún caudillo, algún grupo hegemónico, algún sacerdote, algún imam, algún dictador, tiene no sólo el derecho, sino la obligación de poner límites.

Índice de libros prohibidos por el Vaticano, 1564.

Todos sabemos que hay cosas que detestamos escuchar, opiniones que juzgamos deleznables, palabras que nos ofenden profundamente. La pregunta, la única pregunta verdadera es si estamos dispuestos a prohibir o perseguir esas palabras y a quien las dice o las escribe, y pagar el precio por hacerlo. Todos podemos imaginar una línea a partir de la cual se podría empezar a prohibir la libre expresión; pero una vez que se abre la veda y prohibimos o coartamos lo que nos ofende a nosotros, también se hace posible que se prohíba y coarte lo que ofende a otros. Y muchas de las ideas que consideramos importantes y valiosas y que merecen ser difundidas seguramente son ofensivas para alguien más y por tanto son susceptibles de ser prohibidas y coartadas con la misma legitimidad.

Podría parecer increíble, pero este debate ya estaría esencialmente zanjado desde la Ilustración, al menos en lo teórico... considerando que antes de ella la sola idea de discurrir y hablar libremente era anatema para la sociedad y sus poderes, como lo atestigua la ejecución de Giordano Bruno en el año l600 por pensar libremente -y cuestionar- cosas como la virginidad de María, la Santísima Trinidad, la divinidad de Cristo, la existencia del Espíritu Santo y otras cosas que era obligatorio, si no creer, al menos decir que se creían... y guardarse las opiniones propias.

En su monumental y esencial ensayo On Liberty (Sobre la libertad) de 1859, el pensador británico John Stuart Mill exploró ampliamente el tema de la libre expresión. La exposición del breve ensayo, recomendable en su totalidad, es esclarecedora:
Es extraño que, reconociendo los hombres el valor de los argumentos en favor de la libre discusión, les repugne llevar estos argumentos "hasta su último extremo", sin advertir que, si las razones dadas no son buenas para un caso extremo, no tienen valor en absoluto. Otra singularidad: creen no pecar de infalibilidad al reconocer que la discusión debe ser libre en cualquier asunto que pueda parecer dudoso, y, al mismo tiempo piensan que hay doctrinas y principios que deben quedar libres de discusión, porque son ciertos, es decir, porque ellos poseen la certeza de que tales principios y doctrinas son ciertos. Tener por cierta una proposición, mientras existe alguien que negaría su certeza si se le permitiera hacerlo, pero que no se le permite, es como afirmar que nosotros, y los que comparten nuestra opinión, somos los jueces de la certeza, aunque jueces que no escuchan a la parte contraria.
La sociedad se beneficia del libre intercambio de las ideas, de eso no hay duda. Lo que nos falta es aprender a asumir que debemos tolerar a quien dice lo que no nos gusta, que ésa es una de las bases de una sociedad sana y dinámica, sin la grisura del 1984 de Orwell o de la Alemania nazi, de la Corea del Norte de la dinastía Kim o del sufriente Zimbabwe de Robert Mugabe.

En la herida España de hoy, empero, sin una prensa libre (quizás, en todo caso, libre para decidir los sesgos políticos que asume traicionando al público), con una cultura perseguida y con una visión política a izquierda y derecha que hace de la libertad de opinión un arma arrojadiza que se defiende cuando conviene y se ataca cuando conviene más, quizá no sea muy popular decir que hay que dejar hablar a comunistas y anarquistas, a nazis y a franquistas, a racistas y a machistas, a enemigos y defensores del sistema, a taurinos y a antitaurinos, a pronucleares y a antinucleares... a todos los que puedan tener una opinión que nos repugne... porque es el precio -bajísimo- a pagar por poder expresar nuestras propias opiniones sin importar a quién ofendan. Y porque nos da, claro, la oportunidad de contraargumentar, de defender posiciones que juzgamos más nobles y justas, de convencer en lugar de reprimir.

La libre expresión es un derecho. "No ser ofendido" no lo es.

Y ya en esto, quizá es momento que un nuevo gobierno en España, antes que plantearse el "control" de los medios, se proponga eliminar los delitos de opinión que aún ensucian sus leyes y establecer garantías más sólidas para la libre expresión como libertad fundamental, abandonando la tibieza censora del artículo 20 de la Constitución. Es una idea.