5.8.17

El pastón de Neymar

Neymar con la selección brasileña en 2016.
(Foto CC de Fernando FrazFernando Frazão/Agência Brasil vía Wikimedia Commons)

En cuanto se anunció la operación de traslado de Neymar, delantero del Barcelona, al club París Saint Germain por 222 millones de euros, los habituales se lanzaron a las comparaciones extralógicas.

Por ejemplo, con ese dinero se podría a) alimentar a muchas personas, b) financiar muchos estudios científicos, c) construir muchas viviendas, d) comprar cantidades aturrullantes de almendras, e) pagar la deuda de Guinea Bissau, f) construir 222 turbinas aerogeneradoras de 1 MW, g) pagarle el salario de 300.000 programas a cualquier tertuliano de La Sexta o h) comprar un yate lujosísimo.

Todo ello resulta absolutamente estupefaciente para cualquiera de nosotros, aldeanos que apenas pensamos en miles de euros, y eso cuando nos vamos para arriba. Qué despilfarro, qué escándalo, ¿cómo es posible que se pague tal cantidad para tener los servicios de un chaval con pocos estudios que patea un balón?

Material suficiente para indignarse hasta dejarse el hígado como una coladera.

El problema es partir de la idea de que ese dinero estaba disponible para todas esas cosas que nos parecen importantísimas. El escándalo por los sueldos y precios de transferencia de los jugadores de fútbol suele presentarse como si alguien muy malvado fuera y sacara ese dinero de la alimentación, la ciencia, las viviendas o el sueldo de Nacho Escolar para desperdiciarlo en un capricho ridículo: tener a un señor que mete muchos goles.

Curiosamente, es una visión que tiene algo de conspiranoico y pierde de vista que los responsables de estas cifras de vértigo somos... nosotros. Nosotros los que vemos partidos de fútbol, cuando menos. Y otros que a la hora de comprarse una camiseta para sudarla en el gimnasio a fin de deshacerse de los efectos de la fabada, eligen una de la marca X porque es la que usa el jugador Y (o el equipo Z, o la selección nacional de W). Y de los que van a los partidos con la bufanda del equipo o la camiseta del jugador que más les gusta. De los que sintonizan la televisión y ven -aunque no les hagan caso- los costosos anuncios comerciales que adornan las camisetas, los laterales del campo, los cintillos de la emisión y los minutos anteriores al partido, el descanso y los posteriores. Además de ver los programas de análisis de la liga, de la copa, del mundial, del regional, de la copa de copas de campeones de liga ligueros cascabeleros. Y se quedan después del informativo televisual para comerse la hora de deportes de la cual el 90% se dedica al fútbol porque si se dedicara al curling, al polo o a la esgrima la gente cambiaría de canal o iría directamente a quemar las instalaciones de la emisora.

Comprar a Neymar en 222 millones no es un capricho, es un negocio que pretende meter al París Saint Germain en los tres primeros lugares de la Liga Deloitte, donde la puntuación no se obtiene metiendo goles sino euros. Los que más facturaron en 2016, por ejemplo, fueron, en millones de euros:

  1. 689 - Manchester United
  2. 679 - Barcelona
  3. 620 - Real Madrid
  4. 592 - Bayern Munich
  5. 525 - Manchester City
  6. 521 - Paris Saint‑Germain
En buen romance, los jeques dueños del equipo parisino esperan que Neymar les reditúe como menos 100 millones al año. Si el jugador está 5 años en el equipo, les generará al menos 500 millones de euros, un beneficio neto de 278 millones de euros. O más. En entradas, en ropa, en publicidad, en patrocinios, en derechos de televisión. Todos ellos dirigidos a usted y a mí, que tranquilamente podríamos simplemente negarnos a ver los partidos, a hablar de fútbol, a interesarnos por lo que anuncian los jugadores o los equipos, etc.

Vaya usted a su banco y pregúntele a su director si tiene algún instrumento de inversión que le deje un modesto 45% de rendimiento anual y prepárese para que se le ría en las barbas y le ofrezca el producto estrella de su institución con un 3% de rendimiento anual a plazo fijo.

En resumen: las cifras que se manejan en el fútbol (e incluso la corrupción a la que se presta el fútbol con tanto dinero danzando por allí) se deben a que este deporte es un gran negocio, uno de los mejores del mundo. Y es un buen negocio no porque nos ofrezca artículos de los cuales no podemos prescindir (como, digamos, electricidad, alimentos, medicamentos), ni porque trabaje con pasiones mayormente ilegales (como el narcotráfico) ni con la muerte y el poder (como los traficantes de armas), sino porque nos gusta el puto fútbol. (Eso sin contar sus otros valores, como la identidad nacional, regional o local, y esa pasión que nos permite sentirnos parte de un triunfo aunque nuestra aportación se limite a meternos cuatro cervezas mientras le gritamos al televisor injertados en directores técnicos infalibles.)

Toda crítica, todo escándalo, toda indignación que no tenga esto en cuenta es una forma de autoengaño.

Lo mismo pasa con otras formas de entretenimiento que consumimos ávidamente, poniendo nuestro multitudinario dinero para que acabe, en una magna operación embudo, en unos pocos bolsillos. Los cantantes de éxito reciben ingresos de medio mundo que van a empresarios, disqueras y a ellos mismos (sus músicos ganan un poco menos, es legendaria la historia de Sheila Bromberg la arpista de sesión que toca en la tremenda "She's Leaving Home", pista memorable de Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band, el álbum de Los Beatles que lo cambió todo... y que cobró 9 libras por su trabajo de tres horas). Los actores que pueden ganar hasta 35 millones de dólares por una película (caso de Johnny Depp con la cuarta película de la serie Pirates of the Caribbean) y que generan muchísimo más dinero para los productores (esta película ha producido 1.045.713.802 millones de dólares). Y ese dinero lo pagan todos y cada uno de quienes compran entradas o merchandising, o simplemente ven la retransmisión en televisión dando su atención y tiempo a la publicidad del caso.


La arpista Sheila Bromberg conoce a Ringo Starr.

Por supuesto, cuando se habla de los miles de millones que generan los grandes espectáculos, los 222 de Neymar, sin ser una bicoca, tampoco son de escándalo. Pero cualquiera que pretenda cambiar la dinámica de los negocios del entretenimiento tendrá que proponer alternativas viables para toda la industria, una vez entendiendo cuál es el origen de esos caudales asombrosos de recursos.

Quizá hay que convertir a la ciencia, a la lucha por la alimentación de quienes aún padecen hambre, a la defensa de la educación y contra la pobreza, en asuntos mejor comunicados, más capaces de atraer la atención, el interés, la solidaridad y parte de los recursos que vemos pasar pensando en sus posibles mejores destinos.

Porque, y esto es algo que también hay que tener en cuenta, quienes más hacen por resolver realmente estos problemas suelen operar en la más absoluta oscuridad (cuando no se les acusa de malas intenciones o se niega su trabajo) mientras que otros lloran por ellos pública y ruidosamente, exigiendo apoyo, usando recursos demagógicos no más legítimos que la publicidad más obvia, buscando la culpabilización de quienes no sufren tales carencias, como si intencionalmente estuvieran como están y donde están (a veces sin más mérito que haber nacido en un país opulento y no en uno de los que llevan la miseria de siglos por bandera, en un colonizador o ex y no en una colonia o ex), haciendo poco por dar soluciones pero ganándose también sus respectivos salarios (a veces no despreciables, que resultan tan lejanos para nosotros, pobres aldeanos, como los millones de Neymar) como agoreros del desastre, acusadores eternos y sollozantes profesionales, dedicados a exigir, pedir, reclamar y demandar antes que convencer y unir.

Pero esto último no es elegante decirlo. Si quiere, haga usted como que no lo dije.