Ramón Mercader reconstruye el momento del asesinato de Trotsky. Lo observa, de uniforme militar, Leandro Sánchez Salazar, responsable de la investigación del crimen. |
Así fue que un día de junio de 1971 me encontré asistiendo al funeral del Coronel Manuel Tagüeña.
Por entonces no tenía idea de quién era el personaje al que se enterraba solemnemente en un cementerio de la Ciudad de México (el Español, me dice por Facebook Julia). Apenas sabía que había sido militar de la República Española y estábamos allí porque era el padre de mi jovencísima y entrañable profesora de física, Julia. La hija mayor del republicano, Carmen, sería después mi profesora de matemáticas y, en ocasiones, compañera de patinaje sobre hielo. Imagine la expresión de un adolescente cuando ve a su profesora patinando en una pista que se consideraba un espacio de ésos que ingenuamente declaramos "de jóvenes" (como hoy me puede mirar alguno en un concierto de rock pensando que "no correspondo"). Patinando me contó que había nacido en la Unión Soviética y dejó ir alguna anécdota más bien inocua. La hermana del coronel, Encarna, también participó en la educación y, sobre todo, en la protección a niños abandonados, maltratados y precarizados.
Cuando presentaba en Madrid La izquierda feng-shui, comenté algo de estas pasiones con Laura Gamundí, responsable de prensa de la editorial del libro, Ariel. Generosamente me hizo llegar El cielo prometido: Una mujer al servicio de Stalin, libro en el que Gregorio Luri nos cuenta la historia de la familia Mercader, a saber, Caridad Mercader (en realidad Caridad del Río Hernández de Mercader) y sus hijos Georges, Luis y, sobre todo, Ramón, el asesino de León Trotsky. Uno de los libros mejor documentados sobre la historia, sobre todo de Caridad, esa mujer inquietante, en muchos sentidos monstruosa, la aristócrata cínica que servía para destruir el capitalismo pero no para construir el comunismo, que terminaría sus días pensionada por el gobierno soviético... en París. (Inevitable volver, lo hago siempre, a la canción de Jaime López sobre "Los señoritos", que resume "Así se carguen a los de abajo, y hasta se caiga el propio país, siempre ha de haber escudos humanos... y un lugarcito a salvo en París".)
Las enseñanzas que nos llevan de mis profesoras de ciencias a su padre, a Stalin y de vuelta a Trotsky, a su asesino y a la madre que lo convirtió en el fiel stalinista capaz de todo no son, ni de lejos, batallitas del pasado, historia antigua, estampa inmóvil. Las dinámicas del estalinismo, de las ortodoxias inamovibles, de la entrega ciega y acrítica a diversas causas, de aristócratas beneficiarios del sistema erigiéndose en mesías de los más necesitados, el encono ideológico, el uso del odio y la propaganda como fulcros para apalancar el poder no son asunto de aquellos tiempos, sino que son ejes clave de la política de hoy, en numerosos países y a nivel internacional, con nombres nuevos que disimulan la antigüedad carcomida de sus tácticas, "postverdad", "discurso", "hegemonía" en lugar de "patraña", "propaganda" y "dominación". Estamos inmersos en una lucha de reconstrucciones verbales desfiguradoras de los hechos que en nada se diferencia de los momentos cumbre de la propaganda soviética, la propaganda anticomunista, la propaganda fascista, la propaganda nazi y las propagandas nacionalistas correspondientes... sin contar a las religiones como canalizadoras de toda ceguera de odio.
La lección es relevante hoy, no es ejercicio vano de retrovisor ni nostalgias por un tiempo peor (que lo era).
En el libro aparecen de pronto, ya en el exilio, el coronel Tagüeña y su esposa, Carmen Parga, como protagonistas de una historia común pero de la que poco se habla: el desencanto de los más comprometidos militantes con el comunismo soviético.
Exiliados españoles en el barco carguero francés Sinaia, llegando a México. |
Es un mecanismo, por cierto, que se ha repetido incesantemente para un público que, fuera de los países en cuestión, está dispuesto a creer que al fin se ha inaugurado el futuro venturoso del cielo por asalto, fuera en Camboya, en China, en Cuba o en Venezuela. Personalmente, mis viajes a Cuba serían en gran medida mi propio recorrido crítico sobre las ideas más rígidas de una izquierda que se pretende "la única posible" ante otras izquierdas menos férreas, más plurales, más apasionadas por hacer gente feliz que por cumplir los designios de algún filósofo elevado a la calidad de dios laico.
Manuel Tagüeña Lacorte, probablemente en el frente de Teruel en 1938 |
Josip Broz Tito en una singular foto con Stalin. |
En 1953, el miedo da un suspiro de alivio con la muerte de Stalin y, poco después, con la del carnicero checoslovaco Gottwald. Incluso se suspende el proyecto stalinista de asesinar a Tito a cargo de un gran amigo de Ramón Mercader, Iosif Grigulevich, operativo del primer atentado contra Trotsky y que había conseguido hacerse nombrar embajador de Costa Rica en Yugoslavia bajo el nombre de Teodoro Castro. Se relajan los controles y, en 1955, la familia Tagüeña Parga finalmente vuela a México con permiso del Partido Comunista. Años después, el coronel, reconvertido en asesor médico de una empresa farmacéutica, diría "me entregué a una causa que me parecía justa y la he abandonado por motivos de conciencia". La fe marxista de Tagüeña muere dejando, sin embargo, intactas sus convicciones socialistas
En México escribiría sus memorias, un libro con el título Testimonio de dos guerras, que acabó en 1969 pero que no se publicaría en España sino hasta 7 años después de su muerte, en 1978, habiendo muerto el dictador, según sus deseos. En el epílogo de esta autobiografía, el coronel Tagüeña resume: "Queda por probar la fusión del socialismo con la libertad, fórmula inédita y única bandera bajo la cual merecía la pena luchar, con la esperanza de que abriera un camino a nuevas ideologías y a la paz, el bienestar y la unidad de todos los pueblos de la Tierra".
Caridad Mercader, Ramón Mercader y la esposa mexicana de éste, Roquelia Mendoza |
Socialismo sin libertad, sin derechos, sin democracia, sin pluralidad, sin transparencia, sin inteligencia, sin crítica, sin apertura, sin garantías... no suena realmente a socialismo, queda claro hoy.
Lo que hace indispensable volver a la anécdota de Eusebio Cimorra, exiliado en la URSS desde 1939, que, cuando se encontró con Ramón Mercader en Moscú, comentó en algún momento:
–¡Cómo nos engañaron! ¿Eh, Ramón?
Y el asesino de Trotsky respondió, con demoledora sinceridad:
-A unos más que otros, Cimorra. A unos más que otros.
Nadie sabe si se refería a sí mismo o a Cimorra. No que importe.