26.10.17

A veces pienso en los comedores de patatas

Los comedores de patatas (De Aardappeleters) de Vincent Van Gogh (1853-1890).
Óleo sobre lienzo, 82 cm x 114 cm, pintado en Neuen en 1885.
Imagen del Museo Van Gogh de Amsterdam.
A veces pienso en los comedores de patatas.

No sólo en el cuadro. Pienso más bien con frecuencia en ellos, en los comedores de patatas sin mayúscula ni comillas, en los cinco, en las tres generaciones de campesinos holandeses de fines del siglo XIX que comen sus patatas y toman su café a la luz de una pobre lámpara.

Pienso en el olor de su ropa después de un día de trabajo en el campo, después de semanas de trabajo en el campo... ¿cuántos pantalones, camisas, vestidos tendrían? El de diario, el de domingo para ir a la iglesia... ¿algo más?

Pienso en el sabor de su café amargo y en cómo la joven mira al hombre, buscando sus ojos mientras clava el tenedor en su patata en el plato. Pienso en el trabajo diario que explica las manos huesudas, cansadas, muy probablemente sucias que nos muestran todos. En la dignidad que afirma su mantel. En su calidad de sagrada familia más sagrada que las fantásticas que puedes encontrar en las iglesias, relamidas y envueltas en incienso picante.


A veces, claro, pienso en el cuadro. Y en el pintor, que me es entrañable. En las enérgicas pinceladas de Van Gogh, en las cartas donde cuenta que pasó un invierno estudiando manos y rostros para llegar al fin a estos cuatro, el destilado de tantos campesinos holandeses a los que visitó buscando historias a las que dar voz, a esas siete manos angulosas y sinceras. Y pienso cuando cuenta que quería mostrar a estas personas "que comen sus patatas a la luz de su pequeña lámpara, han laborado la tierra ellos mismos con estas manos que están metiendo en el plato, y eso habla de trabajo manual y — de que por tanto se han ganado honradamente su comida".

Eso es contexto. Pero pienso que es más. Ganarse honradamente la comida no es contexto, es ser como se debe ser para no bajar la mirada ante el plato con la vergüenza del ladrón. Es lo que haces con tu honradez.

Pienso en lo que hay detrás de los ojos de los cuatro actores a los que vemos. ¿Qué piensan sobre la niña que nos da la espalda, hija, sobrina o nieta de uno u otro de los congregados en la cena? ¿Se atreven a soñar, ya es 1885, que ella no tenga que ser miserablemente pobre, que el día de mañana no tenga que cenar sólo patatas y café amargo con una lámpara apenas suficiente? ¿Se atreven a especular, como campesinos, que las reformas que algunos intentan allá, en la ciudad, se pueden convertir en sus derechos, sus libertades, su voz, su voto, sus oportunidades, su dignidad, su educación, su salud, una batería de leyes que impidan que su vivienda sea un peligro, que su trabajo los mate, que su aire se envenene, que el odio mande en la calle, que sus hijas sean sólo siervas de sus maridos, que sus hijos estén condenados a repetir el bucle de su miseria? ¿Que sus herederos alimentarían al mundo y sus patatas se cultivarían vigiladas por máquinas voladoras que se controlan desde colosales cosechadoras, de modo que cultivar honradamente su comida ya no exigiera que sus huesos adoptaran las formas que pintó cuidadosa Vincent, esforzadas, exigidas, con las venas en pie de guerra?


¿Cómo pensaban el futuro, cómo lo querían? ¿Imaginaban que podían crearlo ellos con su labor o que simplemente ocurriría? ¿Hasta dónde se atrevían a imaginarse distintos en un tiempo diferente, a imaginar otro mundo, a querer una vida que fuera mejor pero, claro, sin ofender a dios, que gusta del ascetismo, ya fueran católicos --apenas legitimados en la Holanda ilustrada-- o protestantes, probablemente calvinistas? ¿El "sudor de tu frente" y el "parirás con dolor" del Génesis les resultaban un sino ineludible o el brillo de algún ojo del óleo del artista nacido en el sur podía albergar la audacia de liberarse de los castigos impuestos por un dios de un desierto lejano, un desierto que nunca verían ellos, que sus ancestros no vieron tampoco?


Ese hombre con el perfil tallado por el clima cuya mirada se pierde en la lejanía con pocos trazos, ¿qué diría al ver el futuro, este futuro imperfecto, cuestionable, difícil, peligroso, que se ha forjado en los 132 años pasados desde que Van Gogh lo retrató... ese futuro sin embargo tanto mejor que el presente que fluía alrededor de su mesa, entre los suyos? Y la niña apenas presente, el futuro en la sombra que domina el primer plano del cuadro con su amplia falda, ¿era atrevida pensándose mañana, cuando, no sé, hubiera guerras más feroces que las del pasado, pero que podrían llevar a décadas sin guerras en la históricamente convulsa Europa ya cansada de muerte? Si tuviera 10 años al ser pintada, a los 70 habría visto el fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿Podía ser algo más que lo que veía a su alrededor, el retrato que ante ella se trazaba de su futuro como mujer joven y mayor, comiendo patatas eternamente en la penumbra?


Y el viejo con su café, ¿se habría sentido cercano a aquél otro viejo ateo y humanista que me recibió en su casa en Amsterdam porque venía yo del otro lado del océano a hablar con otros humanistas y me presumía sonriente el carné que lo identificaba como veterano de la resistencia holandesa, experto en explosivos, que dedicó cinco años de su juventud a jugarse la vida para librar de los nazis a familias como ésa que Van Gogh pintó con "algo como el color de una patata realmente polvorienta, sin pelar, por supuesto", como le dijo a su hermano en carta?

A veces pienso en "Los comedores de patatas" y pienso en mi abuelo, heredero de una pobreza histórica y por ella lanzado en esos tiempos, 1885 o poco después, a buscarse la vida en un continente misterioso y desconocido. La mujer que sirve el café podría haber sido mi bisabuela, esa mujer que sólo he atisbado en dos fotos, en una de ellas vestida con el típico traje asturiano de la mujer de campo. No sé si plantaba patatas en las laderas de Llanes, pero sé de su vida de poca biblioteca, poca escuela, poco medicamento y mucho trabajo, mucha iglesia y mucho obedecer.


Pienso en ellos y pienso que sólo podemos ir al futuro si tenemos muy claro todo lo que nos separa de los comedores de patatas, pero alertas a que todo ello no logra, ni siquiera un poco, impedir que nosotros seamos ellos y que ellos sean nosotros... que quien lee esto y quien lo escribe podríamos sin más estar sentados en esa mesa, con esos olores, con esa ropa y ese destello en los ojos dentro de nuestra asfixiante vivienda... y que cualquiera de ellos, que nos miran sin mirarnos, podría estar hoy esperando el tranvía en la calle Paulus Potter, ante el Museo de Van Gogh que guarda el cuadro, leyendo acaso un blog como éste en su teléfono y pensando en el futuro de su familia. Esa mujer del café podría ser médico en el hospital Antoni van Leeuwenhoek y aficionada a las series de ciencia ficción. Esa niña podría ser cualquier niña en la escuela.

A veces pienso que nunca debemos olvidar que somos los comedores de patatas.