Aneurin "Nye" Bevan |
Ernest Lluch |
En el necesario discurso propagandístico catalán (y no voy a entrar ahora en los temas del nacionalismo del que lo esencial que pienso ya lo he dicho e incluso he recordado cuando yo era nacionalista), las comparaciones extralógicas se han desbordado. Los independentistas presentan a los catalanes igual que a los judíos en la Alemania del 36, igual que a los negros de la lucha por los derechos civiles de 1950-1970 en los Estados Unidos, igual que a los kurdos, víctimas eternas de Irak, Turquía, Irán y Siria. La exageración del presunto ultraje que el gobierno español comete contra los ciudadanos catalanes justifica romper la ley y romper con todos los españoles, sin importar si son tanto o más víctimas del PP.
Si convences a cualquiera de que es Rosa Parks, se sentirá heroico haciendo cualquier cosa. La labor del propagandista es precisamente imbuir ese sentido de la justificación histórica anticipada entre su clientela. Es la promesa de la estatua, de la medalla, del lugar en los libros de historia: el futuro es nuestro, nuestra sagrada misión, el deber con la patria, la construcción de un mañana dorado para nuestros hijos, la memoria colectiva, el bronce heroico donde las palomas pueden cagar sin molestias para homenajearte.
La pregunta es, y la escribo ahora que se siguen desarrollando los acontecimientos de este primero de octubre que tiene todo para ser una de las fechas tristes de la España triste por oficio, si tal es cierto.
En Twitter, donde cuento lo que pienso, he expresado mi convicción de que el nacionalismo es de derechas, insolidario, contrario al interés común, y que prefiero un estado de derecho consensuado a una imposición minoritaria, que primero debe reformarse la constitución para que se puedan hacer todos los referéndums que se quieran con reglas claras y justas, que se le está haciendo juego a la burguesía del 3% y que se están agitando pasiones peligrosas y enormemente tóxicas, con dejes fascistas, xenófobos, esencialistas, supremacistas y fratricidas, abriendo heridas de las que no cierran. Como resultado he enfrentado a más de uno de esa gran colectividad que quieren que todos piensen como ellos y para conseguirlo, emplean los astutos procedimientos de insultar, hacer juegos retóricos, repartir mala fe y hacer un pase de moda continuado de falacias e incapacidad de argumentar civilizadamente. La mayoría, anónimos y que no me seguían hasta que les avisaron que estaba yo diciendo cosas herejes sobre el independentismo, y alguno de ellos con sede física o mental en San Petersburgo (donde puede vivir nuestra conciencia aunque nuestro cuerpo parasite durante años, digamos, una embajada de un país suramericano).
El más impresionante fue uno que airadamente me increpó diciendo que la izquierda no estaba para hacer de guardián de la ley.
"Hacer de guardián de la ley" es muy genérico, por supuesto. Porque sin duda alguna hay leyes cuya defensa es esencial para la izquierda porque son su legado para el futuro, son sus logros para todos. Leyes como la de sanidad (vuelvo a Bevan y Lluch), la de educación pública, universal y gratuita, la de igualdad, la de dependencia, la de salario mínimo, la de derechos laborales. No ser guardianes de esa ley, por supuesto, en la España de hoy, por ejemplo, es ser cómplice del PP cuyo objetivo fundamental es anular, derogar, esterilizar y desactivar ésas y otras leyes.
Y hay otras leyes a las que debemos oponernos, leyes que valoramos injustas, inaceptables, deficientes, mejorables, prescindibles, que deben sustituirse por algo mejor.
La pregunta es cómo oponernos y cambiarlas. Pero, mientras tanto, sí, por supuesto, sin duda, contundentemente, como izquierda, tenemos la obligación de ser guardianes de esas leyes tanto como de las otras, las que quieren erosionar otros por intereses o convicciones diversos.
Éste es el precio: guardar nuestras leyes implica, exige aceptar, así sea provisionalmente, las leyes que no nos gustan, que nos parecen incorrectas, que nos resultan repugnantes. Y dado que no podemos esperar a tener un ordenamiento jurídico perfecto y a nuestra entera satisfacción para por fin acordarle la cortesía de ajustarnos a él, en la vida real hacemos concesiones porque es mejor vivir con leyes mejorables que sin leyes o con leyes que decida otro sin nuestra participación democrática.
Eso es lo que constituye también un estado de derecho: yo respetaré todas las leyes mientras trato de cambiar las que no me gustan, con la certeza razonable de que los que me rodean también respetarán las leyes que no les gustan pero que, sin embargo, pueden ser las garantes de mis derechos, mis libertades, mi propia dignidad.
La infracción de ellas e incluso la insurrección en su contra, es justificable pero sólo cuando el cumplimiento de la ley tiene como efecto un daño medible, real y grave sobre los derechos, libertades y dignidades ciudadanos fundamentales. Que yo quiera correr a 280 kph y me sienta oprimido por el Código de Tráfico no es comparable a un esclavo que quiere ser libre y se siente oprimido por leyes que consagran la esclavitud como institución; ni con una población económicamente explotada, sin libertades, sin derechos democráticos y representativos y que no participe en el proceso legislativo mismo. Y el problema evidente aquí es que por ninguna medida que yo al menos pueda usar, tal situación es aplicable a la Cataluña de hoy, donde todo individuo goza de los mismos derechos que yo, de las mismas libertades, del mismo nivel de representatividad democrática a nivel local, regional, nacional y supranacional (con sus eurodiputados), del que nada me diferencia salvo que él o ella quieran que yo empiece a ser extranjero con derechos disminuidos en un territorio que hagan que deje de ser la casa común para ser privatizado con la lógica de un nativismo digno de Steve Bannon.
Ramón Rubial |
Cuando la revolución se hace a tiros, basta que la revolución se apague para que prácticamente todos sus avances den marcha atrás a gran velocidad. Busque ejemplos, desde la propia revolución francesa que se ahogó en sus contradicciones internas produciendo como tumor póstumo a Bonaparte, hasta la revolución soviética, que como estertor final proclamó la supremacía de un nuevo zar con los sueños imperiales de Catalina la Grande y la falta de escrúpulos de Iván el Terrible.
Pero la revolución en las leyes, la que se consolida con los aparentemente poco heroicos votos de un congreso de parlamentarios representativos de la ciudadanía, es más perdurable. Nadie se plantea hoy, en España, y no es por falta de ánimos, revocar los artículos que dan a las mujeres igualdad ciudadana con los hombres. Ya puede el chuleta de turno soltar por la boca el padrenuestro del machismo, el PP no tiene arrestos para intentar, aún con mayoría absoluta, echar atrás el reloj. Lo mismo vale para la sanidad (que se va privatizando mientras se finge muy enérgicamente que no hay tal, pero nunca con un cambio en las leyes, lo que deja abierta la posibilidad de que un gobierno de izquierda la recupere), para la educación pública, para el matrimonio igualitario (del que tantas parejas del PP se beneficiaron y que hicieron efectivo días después de fracasar en su intento por impedir que se aprobara la ley), para el divorcio. La revolución en las leyes tiene la enorme capacidad de normalizar una realidad social que implica pasos hacia adelante.
Por eso, por escandaloso que parezca a la izquierda revolucionaria (revolucionaria de boquilla, se entiende, publicista de la revolución pero que los tiros los den otros, salvo excepciones), sí es papel de la izquierda ser aquí y ahora, guardián de la ley. De la ley que ha creado en bien de todos y también de la ley que está por civilizar, por actualizar, por domar.
El que esta diferencia no se entienda, y que no se entienda entre gente que sin la sanidad y la educación y la igualdad no habría podido desarrollarse profesional y políticamente, siempre me ha parecido lamentable.
Defender la legalidad vigente ante el desafío independentista no es defender a Rajoy, ni al PP, porque ni las leyes ni la constitución son Rajoy ni el PP. Quienes defienden la legalidad desde el partido corrupto que lleva por emblema un ave carroñera (sabia elección) no defienden exactamente lo mismo que la izquierda ni por los mismos motivos, y confundirlos es un acto de indecencia política de primer orden.
Defender la legalidad tampoco es aprobar los excesos policiacos de ninguna índole, que seguramente harán felices a otros nacionalistas satisfechos de sentir su propia mezquina venganza en un golpe de porra o con el escudo. Porque quien aplaude esos excesos tampoco está defendiendo la ley, sino su propia edición limitada del egoísmo con banderita.
Si no defendemos el estado de derecho, no tenemos ninguna, absolutamente ninguna legitimidad moral mañana para tratar de modificarlo con sus propias reglas, de hacerlo mejor. Esas leyes, hechas con el concurso de todos y los votos de todos en cada momento, son lo que nos separa de la barbarie y del capricho de quien cambia las leyes simplemente porque no le gustan y caiga quien caiga, muera la legalidad que muera...
Que mira, en su día así lo hizo también Franciso Franco Bahamonde, poco interesado en la opinión mayoritaria, sin votos ni permiso, sino por la gracia de dios, que es una forma celestial de ese otro monstruo cainita que es "la patria"...
Fuera de programa
Al menos en Inglaterra algún cantante con compromiso social se ha dado tiempo para celebrar la épica de la ley que salva vidas. Martyn Joseph escribió y cantó: "Nye: Canción para el NHS" (National Health Service, la sanidad pública británica). Una épica que debería resultarnos relevante. A ver cuándo alguien nos regala una canción para celebrar a Ernest Lluch y su compartida convicción de que la salud pública es justicia fundamental... Porque cada día que te atiende un médico o una enfermera es día de Ernest Lluch, día de las leyes, día de la revolución mediante el BOE, aunque no estés consciente de ello.
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*BOE es el Boletín Oficial del Estado, el diario de sesiones del congreso donde se publican las leyes y sus modificaciones, así como todo el trabajo legislativo.