que significa todos), escribí una juguetona y provocadora publicación en mi muro de Facebook:
que, al menos en España y América Latina (y no menos en Francia, según me entero), consideran que son los
y se consideran facultados, de modo casi preternatural, para juzgar qué elementos de otros pueblos, de otras geografías, de otras etnias o de gente que osa nacer bajo otra bandera deben ser aceptados e incorporados al acervo colectivo y cuáles son despreciables, repugnantes, colonizadores, promotores del
) y en resumen objeto de una puta monserga anual que es más aburrida que mascar un chicle de tres días.
tanto en México y en España, aunque tenga con ellos diferencias abismales (la declaración no es ociosa en este contexto, implica precisamente ese elemento de tolerancia a lo diferente que subyace al rollo), encontraron objeciones a mi broma. Resumo:
Respondí a vuelapluma (vuelatecla, pues) pero me quedé con el tema y amplío y abundo.
El problema que veo no es la pérdida de identidad, el consumismo, la sumisión a los designios del imperio (celta, en este caso, creo) sino el facilismo tribal, que a modo de explicación o justificación elude con gran elegancia la inversión en neurotransmisores. Vamos, que al bailar con el grupo se ahorra uno pensar.
Los rituales son identitarios, pero sólo después de que se implantan desde el poder hasta que se asumen acríticamente como si fueran propios. No "surgen del pueblo en asamblea" ni mucho menos, son elementos reciclados una y otra vez para obtener ciertos efectos, no siempre con suerte. El "día de muertos", por ejemplo no es ninguna celebración "nuestra" en contraposición con la de "ellos" porque ni somos indígenas ni elegimos libremente el sincretismo que se produjo cuando cambiaron los amos en los distintos territorios. Los sacerdotes (digamos en el México antiguo, del que tengo más datos) te imponían rituales como los sacrificios humanos al por mayor, la automortificación con espinas de maguey o aguijones de raya (el pez) en la lengua y el prepucio, los ayunos y vigilia, untamientos de chile en mucosas y ojos... vamos, una barbarie brutal. Llegaron luego los otros sacerdotes que te cambiaron eso por otros rituales que incluían quemar herejes (nunca indios, por cierto), marcas a hierro, esclavitud, abusos sexuales y un régimen de pobreza y trabajo del que se beneficiaban... pues ellos mismos... vamos, una barbarie brutal.
Lo siento, ¿cuál es mío? Ninguno. ¿Mi identidad? Ni la del azteca ni la del conquistador, ambos brutos, ambos producto de su tiempo y su contexto, no de los míos. No me sentiría a gusto en los alrededores de ninguno de sus soldados.
Todo, absolutamente todo lo que tenemos a modo de bagaje cultural es importado (y por tanto adoptado, traído, desvirtuado, enriquecido o como se quiera ver) mediante un incesante proceso de mestizajes culturales, por corrientes migratorias de personas, ideas y bienes.
Hasta, dicen ahora algunos estudios, los etíopes actuales, que viven donde apareció la especie humana, son inmigrantes... descendientes de otros que se fueron y volvieron miles y miles de años después. Los únicos que tuvieron sus raíces geográficas originarias fueron los primeros humanos de Olduvai. De entonces acá, todos somos inmigrantes e inmigrados. Y mestizos.
|
Fuente de la China Poblana en Puebla, México.
(Imagen C.C. de Russ Bowling via Wikimedia Commons) |
Europa no era un fuerte estanco, de hecho, el encuentro con América se produce precisamente porque no lo era y demandaba los productos y haceres de lugares lejanos. Sedas y pimientas y clavo y canela. Y se profundizan las corrientes de mestizaje no sólo a través del comercio (tan odiado por quienes pueden consumir, curiosamente, clases medias opulentas con necesidades de culpas judeocristianas) sino de las ideas y la gente. Y México se inventa como heroína a "La china poblana" que es el símbolo de la mujer mexicana en el imaginario de los 40 y 50 recuperado hoy por cierta izquierda que no encuentra asidero. Una supuesta princesa indostana (o de por ahí, pero la llamaron "china" como todos los que creen que Asia es China y África es un país) llevada a México por la Nao de Filipinas y vendida como esclava con el nombre de Catarina de San Juan, cuyo reclamo de mexicanidad fue haberse cosido ropa similar a la de su origen cultural de Oriente, negarse a consumar su matrimonio con un esclavo chino (Domingo Suárez) y hacerse monja al ser manumitida. Esclava, costurera, virgen y devota católica.
¿Por qué es summum de lo mexicano esta mujer, más leyenda que historia? Por lo mismo por lo que Halloween se vuelve ritual propio: porque sí. Porque tocó ciertos botones y convino a ciertos intereses. Porque evocó emociones e identidades independientemente de su origen. Las racionalizaciones vienen después. (Y ya me pondría yo a racionalizar el odio a Malinche, esa defensora de su pueblo contra el imperio, pero que se puso del lado de los que no sabía que tampoco eran trigo limpio, pero otro día.)
Hoy, en el siglo XXI, esas corrientes de mestizaje (algunos le llaman globalización como si hubieran descubierto el agua tibia) son tan amplias que se empieza a conformar una cultura global enormemente interesante pero que se da de frente con los defensores del tribalismo. Los sospechosos habituales, que diría el capitán Renault en Casablanca: indigenistas pavimentados, neoprimitivistas con coche, puristas que se sienten más dignos si escriben desde un café de París, cantantes de protesta bien alimentados con guitarra eléctrica colgada del pescuezo y personajes similares.
¿El año nuevo chino es una celebración válida? Los puristas parecen decir que sólo lo es si puedes demostrar que tu ADN (eso se llama racismo, cuando menos) contiene alguna cantidad aceptable (ya la cuantificarán) de material proveniente de China, aunque tu familia esté en México desde 1870, cuando tu tatarabuelo chino emigrado de Guandong a Estados Unidos acabó de hacer el ferrocarril transcontinental de Iowa a San Francisco y se pasó a Sinaloa huyendo del racismo yanqui. Si yo, sin demostrar mis credenciales étnico-raciales, celebro el año nuevo chino, soy despreciable porque asumo una significación identitaria (qué sociológico suena) que no me corresponde según una definición por lo demás imprecisa estipulada por personas que no tienen ningún derecho a definir mi identidad.
|
Hanami o festival de "mirar las flores" en Japón. (Imagen DP vía Wikimedia Commons) |
Los rituales, como el de muertos, congregan, quizá, pero espuriamente y alrededor de la necesidad o conveniencia de otros, de las iglesias, de los sacerdotes, de los que mandaron, mandan y quieren seguir mandando no porque los elijamos o nos seduzcan con sus productos y servicios (cosa que no siempre es anatema), sino porque dicen que hablan con la deidad y ésta les responde. Ningún ritual, absolutamente ninguno, tiene ningún valor por sí mismo. Como un grafismo cualquiera no es una letra salvo que haya acuerdo en un alfabeto y su significado, el símbolo es un recipiente vacío que acepta cualquier contenido. Así se interpretan y reinterpretan las religiones para atender a la conveniencia o deseos de poder de los dirigentes en cada momento. Con la misma Biblia se hace la Inquisición y se proclama la tolerancia. Con el mismo Corán se habla de la religión de la paz o se proclama el califato.
Pero hay un problema adicional, y es el de la
vida civil en contraposición con la religiosa.
Al imbuir la cultura civil, laica y universal no sólo de rituales civiles (que ya son repugnantes porque suelen exaltar
el nacionalismo) sino de rituales religiosos, excluyentes y celebratorios de la diferencia, ¿congregas? Lo dudo mucho. A menos que consigas
desposeer a esos rituales de su carga de servicio a un grupo dominante, disgregas o dominas. Y eso se demuestra en el "ellos" y "nosotros" que se genera buscando la
misma racionalidad que en un clásico de fútbol: "Halloween contra Día de Todos los Santos, haga sus apuestas por Internet, ahora más fácil que nunca..."
A mí, como laico, no sólo me da igual que se desacralice el día de muertos entre otras muchas celebraciones, en especial las otras tres celebraciones solares (solsticios y equinoccios, donde caen las principales festividades de todas las culturas, sorpresa), es que me parece urgente que se desacralice y se vuelva pachanga y celebración civil jubilosa sin carga sobrenatural.
Mi cultura no es la católica por más que haya nacido en el horror fanático mexicano, ni porque haya sido educado en ella, del mismo modo en que "mi cultura" no es la homofobia en la que me criaron con igual pasión y con las mismas bases religiosas, ni lo es la humillación de la mujer y la exaltación de su sumisión, también sólidos valores cristianos y que también fueron parte relevante de mi educación, por no señalar la idea de que los pobres lo son porque quieren o que protestar por la injusticia es meterse gratuitamente en líos cuando hay que pasar de largo.
Rechazar esos elementos "identitarios" de una cultura en la que nací y viví la mayor parte de mi vida parece bueno y adecuado, moral y razonable... no hay motivo para asumirlos sólo porque se han declarado "míos" por el accidente geográfico y temporal de mi nacimiento. ¿Es más horrible y despreciable que rechace el día de muertos o Día de Todos los Santos, que es la afirmación de los dogmas principales de vida eterna de la Iglesia Católica? ¿A santo de qué o por qué? Ni creo en los santos, todos o en grupos o de uno en uno, ni creo en la vida posterior a la muerte ni creo en los demás dogmas de su religión... ¿y debo hacer el día de muertos porque es "mío"? Tampoco creo en los espíritus del Samhain celta que da origen a la escenografía de Halloween (como se repite también en una justificación innecesaria): a las calabazas iluminadas y los disfraces y tal... que el protestantismo adoptó como propios donde pudo y la iglesia católica persiguió donde pudo también, como en España.
¿Debo aceptar o rechazar esos elementos según me lo diga el editorialista de turno? No lo creo.
¿Mi identidad? Mi identidad la construyo yo y en todo caso la gente que tengo cerca. Para todos incluye el blues y a Bach, a Leonardo y los viajes espaciales, el año nuevo laico y mis jeans, a los que no sé si llamar rituales o patrones de consumo. Incluye el gusto por la fiesta de las farolas chinas pero sin sus elementos religiosos, el folk celta, a Queen y a Los Beatles, los viajes espaciales y los descubrimientos de la ciencia, casi ninguno procedente de "mis" países que me exigen nacionalismo y xenofobia cuidadosamente dirigida... Soy, somos, aquí y ahora, producto de una diversidad asombrosa y enriquecedora, somos inexplicables sin esa diversidad.
Pero cuidado (añado después de unas horas y al calor de que el debate siguió): la identidad personal se integra inevitablemente, es cierto, en "identidades colectivas" pero éstas no deben depender de simbolismos impuestos, de trasfondos religiosos, de tribalismos gratuitos y de obligaciones de origen etnolingüístico, que impliquen que "mi cultura" que tiene que ser la mía porque me lo dicen, de una especie de fatalidad social ineludible.
Ése es precisamente el problema de las políticas de "identidad" (y este debate se enmarca en ellas): convierten en central lo que se es, lo que siente, lo que se percibe, no lo que se hace, lo que se piensa, lo que se proyecta. Las "identidades colectivas" basadas en lo que uno es (o se supone que se es: mexicano, gordito, descendiente de indígenas, moreno, católico, homosexual) son agotadoras y profundamente (profundísimamente) imbéciles.
Las identidades colectivas deseables, productivas, que logran objetivos y realmente construyen futuro son las que se fincan en proyectos sociales y humanos que precisamente ignoren "lo que se es" negándole su capacidad de ser el punto definitorio de cualquier individuo. ¿No es más sólida una identidad construida con base en la lucha por la justicia social o la emancipación de las mujeres o la educación para todos o los derechos laborales que la que se basa en la nacionalidad, el género, el aspecto, el color de la piel, las preferencias sexuales, las creencias preternaturales, la estatura, la discapacidad o el compartir un área geográfica como lugar de nacimiento?
El postureo de las identidades, en el que florecen los extremismos nacionalreligiosos es el enemigo, no el aliado. Los proyectos conjuntos son otra cosa. Y la cultura es un proyecto humano completo. ¿Cómo decir que la Toccata y Fuga en Re menor o las Variaciones Goldberg son sólo para alemanes o sólo para luteranos, o sólo para hombres, o sólo para heterosexuales, cómo quitársela al mundo, cómo empobrecerse tanto sin echar a llorar si no se necesita demasiada teoría para saber que son de todos?
|
Bach en 1746, ¿sólo para alemanes? (Retrato de Elias Gottlob Haussmann,
imagen DP vía Wikimedia Commons) |
|
|
Los símbolos, decíamos, no tienen más valor que el que yo les atribuyo, pero si reconocemos eso, entonces es inaceptable la idea de que cierto tribalismo deba forzar el reconocimiento y significado de ciertos símbolos y el rechazo de otros (en vez de, no sé, el rechazo de miserias morales, injusticias, violencias, nos despeñamos en el símbolo... no dibujarás el escudo nacional o serás delincuente, porque un trapo vale más que un niño muerto, y ese discurso me lo sé desde las ceremonias de la bandera en la primaria, todos los lunes de exaltación patriotera en México, algo que de niño me inquietaba y de adulto me llena de náuseas; a las banderas les atribuyo, como símbolos, valor limitado y ciertamente desprovisto de xenofobia y desprecio al dolor humano). ¿Esa imposición simbólica tribal es social, humana y racionalmente defensible? Es de dudarse.
Finalmente, los espacios de afectividad no son creados por lo episódico y lo escenográfico, son individuales, humanos y personales. Como el sentido de la trascendencia. Por lo mismo, cualquier fenómeno cultural del mundo y de la historia (consumible o no, ésa es una distracción falaz) es potencialmente propiedad de cada uno de nosotros, a capricho y gusto... es tan legítimo tocar el koto en Cangas del Narcea como que un japonés toque el concierto para violín de Beethoven en Yokohama... tuyos son el bajo eléctrico, la gaita y el tlalpanhuéhuetl, vaya... tuyos son el contenido del Louvre y las piedras de Angkor Wat... tuyos son Tiziano y Cartier-Bresson... tuyo es (si quieres, vaya) el reggaetón y Guillaume de Machaut... Todo producto cultural y emocional humano te puede conmover o divertir o interesar, y puedes asumir cualquiera como parte de tu experiencia sin sentir que traicionas otra parte de tu humanidad por tus preferencias. Y sin moralistas de ocasión que pretenden imponer qué parte de esa experiencia cultural universal es malévola y qué no lo es, cuál debes aceptar y cuál rechazar a su conveniencia, y que tienen el descaro de exigirle el obligado cumplimiento de sus dictados a otros. Esos moralistas y su actitud son indudablemente imbéciles incluso en el sentido más preciso del vocablo, es decir, no sólo de "tonto en grado de comendador", sino de "escaso de razón".
Y un ejemplo adicional resalta esa imbecilidad: cuando en algún lugar del "extranjero", ese sitio mítico del que siempre queremos volver cuando estamos y al que queremos ir cuando no, se adopta alguna característica de "nuestra" cultura (sea lo que sea "nuestro" en este caso, vale la subjetividad), somos geniales, logramos que "aprecien nuestros valores, nuestro arte, nuestras tradiciones, nuestro folklore y eso". Fabada en Nueva York, fiesta generalizada, somos importantes, compango en la Gran Manzana. Hot dogs en Málaga no... no, espera, colonialismo, rechazo a nuestra identidad, ¿quién te crees?, boicot y editoriales memos en los diarios. Tribalismo y un ellos contra nosotros fácil y pequeñísimo.
El tribalismo, fenómeno que engloba, entre otros horrores, el nacionalismo y las religiones, nos pone muy lejos de una identidad universal absolutamente deseable y de una cultura humana que nos permita la apropiación general del arte, la ciencia y los modos de pasar el rato, que también son valiosos... no la identidad accidental del barrio, el pueblo, la región, la provincia, el país, el idioma, el continente... nos encierra en el fuerte de nuestras limitaciones. ¿Es sensato eso? Parece al menos relevante dudarlo.
Lo extranjero como fuente de todo mal, lo "no mío" como causa de rechazo, pertenecen a lo peor de nuestra historia. No es tarea noble reiterar y fortalecer esa xenofobia fácil, ese nacionalismo cultural, y sí lo es combatirlos.
Y todo este discurso, que de alguna manera está resumido en mi pequeño chiste sería innecesario si nos diéramos cuenta, primero, que estamos ante otro fenómeno de incoherencia y postureo de urbanitas arrogantes que sueñan con imponerle a los demás pautas de conducta pertenecientes más a su imaginario estático y pastoril que a una realidad dinámica, más a un pasado inexistente que a un futuro indispensable.